Cristian Campos-El Español
 

Resulta difícil saber cuántos PSOE han existido en España. Algunos dicen que sólo uno, y que el PSOE abiertamente antidemócrata de Largo Caballero es el mismo que el de 2022. Esos «algunos» son de ese tipo de gente que ve una guerra civil en cada real decreto ley y que no creen que el PSOE haya evolucionado porque tampoco creen que lo haya hecho España.

Voces menos guerracivilistas dicen que el PSOE moderno nació en el congreso de Suresnes y que su relación con el PSOE de la II República no va mucho más allá de la marca. Es decir, de la propaganda, como esas panaderías cuyos rótulos rezan «desde 1879» para darle solera a un establecimiento que se reformó hace apenas unos años.

Otros dicen que el PSOE de Felipe González es el PSOE verdadero, un partido socialdemócrata «a la europea», y que el de Pedro Sánchez es un partido radicalmente nuevo, el famoso «sanchismo», construido sobre los cimientos del viejo con materiales de derribo procedentes de las nuevas olas populistas.

Hay que obviar muchos episodios atroces del PSOE de los años 80 para sostener eso. Los GAL, sin ir más lejos. Pero al menos es cierto por lo que respecta a una idea de España que todavía no atesoraba la semilla de su propia autodestrucción. También es cierto que en los años 80 los nacionalismos no habían consumado su traición como lo han hecho en los 2000, así que González lo tuvo en ese sentido más fácil que Rajoy o Sánchez.

Pero no ocurre lo mismo en el PP, donde ningún militante tiene hoy la percepción de votar a un partido diferente al de José María Aznar. Si ha habido diferencias en el PP, estas no se han concretado mucho más allá del carácter del líder (de Aznar a Rajoy y de Rajoy a Casado hay mucha menos distancia ideológica que de Zapatero a González, cuyas concepciones del país eran no ya diferentes, sino antitéticas).

Lo que no se sabe si sigue existiendo es ese espacio socialdemócrata que no pretende acabar con los ricos para igualar a los ciudadanos en su pobreza, sino acabar con esta, independientemente del aumento de la desigualdad. El viejo pacto entre socialismo y capitalismo del que hablé en una columna anterior. «Tú generas riqueza y yo la redistribuyo». Un acuerdo injusto, obviamente, pero que garantiza la paz social.

No hace falta ser un genio de la economía para comprender que es preferible un país con mucha desigualdad entre los ingresos más altos y los más bajos, siempre que los más bajos permitan una vida razonablemente digna, que un país sin desigualdad, pero en el que tanto los ingresos bajos, como los medios, como los altos, estén por debajo del umbral de la pobreza. Lo primero es Singapur y lo segundo Cuba.

Pero, y aquí entra en juego la naturaleza humana, no es eso lo que preferirá hoy el votante medio de izquierdas. Entre lo racional (más desigualdad a cambio de mayor prosperidad para todos) y lo emocional (más igualdad a cambio de mayor pobreza para todos, pero sobre todo para «los ricos»), el votante de Pedro Sánchez, por no hablar del de Unidas Podemos, escogerá la segunda de las opciones.

Hace unos días me invitaron a una tertulia de televisión en la que se habló del impuesto al patrimonio. Ninguno de los argumentos que lancé recordando la ineficiencia de un impuesto que recauda poco, es fácilmente evadible y genera la huída de capitales y de inversiones caló en lo más mínimo. «No vamos a quitar el impuesto porque se vayan de España», me respondieron. Pero ese es precisamente el argumento para erradicarlo. Que provoca la reducción de la masa imponible global del país. Que genera pobreza.

Dicho de otra manera. El único objetivo del impuesto sobre el patrimonio es el punitivo. Castigar a «los ricos», o al menos a aquellos que no huyan a prados más verdes, aunque eso nos empobrezca a todos. Y muy especialmente a las clases trabajadoras.

Mucha gente desconoce además que no existe un Muro de Berlín que evite la deslocalización del patrimonio mobiliario, es decir de las acciones, que es donde la mayoría de los multimillonarios tienen su riqueza.

Ocurrirá lo mismo con la nueva tasa a las grandes fortunas que pretende implantar el Gobierno este 1 de enero. La ideología y las intenciones siempre por encima de los efectos en la realidad de las políticas concretas.

Las teorías sobre el porqué de esa radicalización del PSOE son varias.

1. La táctica. Sánchez intentaría con ello, y ante la mala marcha en los sondeos, robarle el electorado a Podemos.

2. La realista. Da igual que Sánchez sea o no realmente un extremista de izquierdas, porque sus políticas lo son, y por lo tanto el efecto en la realidad es el mismo que si lo fuera.

3. La de tierra quemada. Sánchez (y esta es una teoría expuesta por altos cargos del PP en privado) ha decidido morir matando y desentenderse de la economía para que a Feijóo le resulte imposible recuperar el país y eso demuestre que él «tampoco fue tan malo pues a fin de cuentas ni siquiera los populares pudieron hacer nada».

4. La guerracivilista. Sánchez no cree en el centro y ha apostado por la división de los españoles en dos bloques radicalmente enfrentados.

5. La del cambio de paradigma. Sánchez apuesta por la conversión del PSOE en un partido de corte peronista (aliado con los nacionalistas) que convierta España en la Argentina europea y que controle instituciones y sociedad civil con mano de hierro en guante de plomo y marketing de seda.

Sea cual sea la respuesta, lo cierto es que, con un PSOE echado al monte, la izquierda moderada carece de un partido socialdemócrata tradicional al que votar. La pregunta interesante, a tenor de la tendencia que parece vislumbrarse en Europa, es si ese espacio sigue existiendo o si vamos por el camino francés o el italiano y el socialismo ha muerto definitivamente en favor de los más extremistas de sus herederos. Los MélenchonBoricPetro y Podemos (incluida Yolanda Díaz), a los que ni siquiera se ha podido reclutar para el bando de Occidente en la guerra contra Vladímir Putin.

El mal menor sería el portugués, que sí es un ejemplo de socialdemocracia que parece conocer cómo funciona la economía. La realidad es que ya tenemos un António Costa en España, y que se llama Emiliano García-Page, pero muy amplia debería ser la derrota de Sánchez en las generales para que esa opción se planteara en un PSOE en el que el presidente ha finiquitado cualquier espacio crítico y que hará todo lo posible para evitar que el partido sea dirigido por alguien que pueda poner en duda su obra.

Se está generando un espacio para un partido socialdemócrata a la derecha del PSOE y a la izquierda del PP e incluso de Ciudadanos que se parezca más a los españoles de lo que el Partido Socialista se parece hoy a los populismos latinoamericanos. La pregunta es si ese espacio lo ocupará el PSOE o será otro el que lo haga.