JOSÉ LUIS DE LA GRANJA SAINZ-EL CORREO
- Incluyó el voto femenino, el divorcio, la educación gratuita o los derechos sociales
Hoy, 9 de diciembre, se cumplen 90 años de la aprobación de la Constitución de 1931 por las Cortes de la II República. El Gobierno provisional de Alcalá-Zamora, constituido el 14 de abril de 1931, era una coalición heterogénea de varios partidos republicanos, el PSOE y un ministro catalanista; de ahí que no fuese capaz de preparar un proyecto de Constitución. Este fue elaborado por una comisión de las Cortes, compuesta por 21 miembros, en proporción al tamaño de los grupos parlamentarios.
La republicana fue una Constitución democrática, como señalaba su artículo 1º: «España es una República democrática de trabajadores de toda clase, que se organiza en régimen de Libertad y de Justicia». Era muy avanzada para su época y se inspiraba en la alemana de Weimar (1919) y en la austriaca de 1920. Como aportaciones relevantes cabe mencionar el sufragio femenino, el divorcio, la enseñanza gratuita y obligatoria, los derechos sociales y el Tribunal de Garantías Constitucionales.
Nació escorada a la izquierda por el gran triunfo del Bloque republicano-socialista en las elecciones a Cortes Constituyentes de junio de 1931. Tras la caída de la monarquía de Alfonso XIII, las derechas se hundieron (salvo en Vasconia), apenas tenían el 10% de 470 diputados. En octubre, al aprobarse varias medidas contra las órdenes religiosas, como la disolución de la Compañía de Jesús, las derechas se retiraron del Parlamento. Por ello, el 9 de diciembre de 1931 no votaron la Constitución. Tal fue el caso de 15 diputados vasco-navarros, defensores del Estatuto de Estella, que preveía un Concordato con el Vaticano y naufragó en las Cortes en septiembre.
Una gran novedad de esta Constitución fue el Estado integral, que figuraba también en el artículo 1º: «La República constituye un Estado integral, compatible con la autonomía de los municipios y las regiones». Se trataba de un ‘tertium genus’ entre el unitario y el federal. Los constituyentes de 1931 no podían mantener el Estado unitario porque se identificaba con la Monarquía y porque desde el Pacto de San Sebastián (1930) existía el acuerdo de solucionar el problema catalán por la vía autonómica. La Generalitat de Macià había elaborado el Estatuto de Nuria, aprobado por los catalanes, asumido por el Gobierno y presentado en las Cortes antes del inicio del debate constitucional. No era factible entonces un Estado federal porque la mayoría de los diputados se oponían al federalismo por el mal recuerdo de la fallida I República federal de 1873 y por el peso de la tradición liberal jacobina en muchos republicanos y socialistas.
El PSOE fue clave para que prosperase la idea del Estado integral, que no estaba en el proyecto de la comisión parlamentaria. Fue introducida por su dirigente Luis Jiménez de Asúa, presidente de esa comisión, en su discurso de defensa del proyecto: «Queremos establecer un gran Estado integral en el que son compatibles, junto a la gran España, las regiones». Aunque él atribuyó esa idea al jurista alemán Hugo Preuss, Francisco Tomás y Valiente identificó el origen doctrinal del Estado integral en una obra de otro jurista alemán, Rudolf Smend, quien trató de «la integración como proceso vital fundamental del Estado». La República española debió denominarse «Estado integrador» en vez de Estado integral, que fue una mala traducción del alemán.
En las Cortes la regulación de dicho Estado estuvo muy condicionada por el Estatuto de Cataluña y fue fruto de una difícil transacción entre las fuerzas republicano-socialistas y la Esquerra. Sin el compromiso contraído en San Sebastián con el catalanismo, es posible que la II República habría sido unitaria. En el Estado integral la autonomía no era la regla general sino la excepción. Por eso, no era un Estado regional, sino solo ‘regionalizable’.
La voluntad autonomista de las Constituyentes de 1931 fue escasa, como prueban los requisitos exigidos para que una región llegase a ser autónoma. Los estatutos fueron el resultado de un regateo entre los partidos nacionalistas y la mayoría parlamentaria, cuando esta fue de izquierdas en 1931-1933 y en 1936. Las derechas, enemigas de las autonomías, bloquearon el Estatuto vasco en las Cortes de mayoría radical-cedista y suspendieron la autonomía catalana tras la rebelión de la Generalitat de Companys el 6 de octubre de 1934.
En julio de 1936 solo estaba vigente el repuesto Estatuto de Cataluña, mientras que el vasco estaba a punto de ser aprobado gracias a la entente cordial entre Prieto y Aguirre. La Guerra Civil solo aceleró su ratificación por las Cortes del Frente Popular el 1 de octubre de 1936. Dada la situación excepcional de la guerra, ningún historiador riguroso puede cuestionar la legitimidad de ese Estatuto vasco, pues hacerlo implica creer que ese mismo día la legitimidad estaba en las armas de los generales golpistas que otorgaron todo el poder al «generalísimo» Franco para convertirlo en dictador.