92

ABC 25/07/17
DAVID GISTAU

· El contexto de Barcelona’92 es el del máximo poder del pujolismo, así como del 3%

EN coincidencia con su aniversario, los Juegos de Barcelona’92 se han convertido en un recordatorio de lo que una Cataluña integrada en España es capaz de hacer. Esto es un poco como tratar de reavivarle a una mujer del pasado las pasiones enfriadas enseñándole fotografías de aquel remoto verano en el que nos veíamos jóvenes y hermosos y estallábamos en tracas coitales. No se engañen, si tratan de tomar café ahora con ella no sabrán ni qué decirse.

El recuerdo de Barcelona’92 en realidad es peligroso. Primero, porque hay una posibilidad alegórica en la tremenda decadencia profesional y física de muchos de los personajes –los que siguen vivos– que entonces lucían en su «finest hour». Agárrese a aquellas personas cuarentonas y cincuentonas que dirigían el cotarro en la década de la consagración española y obsérvese después en qué han quedado el prestigio y la papada de la mayoría. Por pudor, eviten incluir a los muertos y a los encarcelados, a los abdicados, a los pasados por la quilla del «empoderamiento» social. La comparación es tan dura que resulta difícil no ver en ella, en lugar de una advertencia al independentismo autolesivo, un síntoma de agotamiento del ciclo español que en aquel año de 1992 tocó techo e impulsó su narcisismo hasta cuotas que desde entonces sólo han sido declinantes. España no volvió a organizar unos Juegos ni pretendiéndolo como aquí se han pretendido pocas cosas.

Además, ahora sabemos cosas que entonces ignorábamos o fingíamos ignorar. Ahora sabemos que la de Barcelona ‘92 fue, éxito deportivo aparte, una fachada tan falaz como la de una aldea Potemkin que encubría todos los pactos inmorales de convivencia que fueron aflorando a partir del momento en que Mas y sus independentistas quebraron las normas de convivencia. El contexto de Barcelona’92 es el del máximo poder –casi absolutistas en su región– del pujolismo, así como del 3% y de todas las patentes de corso cleptocráticas que sólo le fueron retiradas por el Estado al nacionalismo cuando dejaron de garantizar la estabilidad territorial. Antes de eso, al pujolismo le sacaban literalmente los fiscales generales de encima. Podemos fantasear con todos los hitos históricos que se nos antojen y construirnos las narrativas adecuadas a nuestros prejuicios y anhelos. Pero no deja de resultar chocante que el hito de la convivencia con el que ahora se intenta atemperar el desarraigo de los independentistas sea unos Juegos en los que el nacionalismo, al mismo tiempo que aceptaba el dinero español y el esfuerzo compartido, infiltró en los estadios a sus juventudes para sabotear las muestras de adhesión excesivas que pudieran fomentar en Cataluña un sentido de pertenencia a España.

Todas las sensaciones paradójicas acerca de Barcelona’92 se resumen en la ironía de que el hombre más relacionado con aquello, Maragall, se convirtiera después en el autor de la fusión izquierda/nacionalismo y de la nación discutible y discutida que verbalizó así Zapatero.