Alberto Ayala-El Correo

Pedro Sánchez ha demostrado en numerosas ocasiones que practica con maestría eso de ‘al mal tiempo buena cara’. El martes intentó repetir jugada en el congreso confederal de UGT. «Nos atacan, sí, pero aquí seguimos en pie. Quedan tres años (de legislatura) y los que vendrán», lanzó forzando una cerrada ovación de los congresistas. La expresión de su rostro no mostraba, sin embargo, la seguridad de sus palabras. Lógico.

El PSOE afronta este fin de semana en Sevilla su 41 congreso federal, adelantado con un único objetivo: intentar minimizar los incendios, las llamas, que cercan al Gobierno y al partido y relanzar la desgastada figura de Sánchez. Una misión casi imposible. Porque las denuncias de corrupción siguen y crecen. Porque el fraude fiscal cometido por el novio de Ayuso se ha convertido en una bomba de relojería contra el fiscal general del Estado por olvidar que hasta los delincuentes conservan sus derechos. Y porque la factura que ha pagado y va a tener que seguir abonando a nacionalistas e independentistas por seguir en La Moncloa es demasiado elevada.

Sánchez no es el primer presidente que traiciona sus principios. Empezando por aquel Felipe González que tuvo que cambiar su ‘no’ a la OTAN para que España pudiera ingresar en el club europeo. El problema del actual presidente es que una parte significativa de sus votantes rechaza de plano la amnistía que concedió a los líderes del ‘procés’ a cambio de su apoyo en el Congreso. Y otro tanto puede decirse ahora de la promesa a Cataluña de una financiación singular.

El Gobierno progresista necesita como el comer sacar adelante medidas dirigidas a su electorado natural, lo que no ha conseguido el último año, y para ello precisa los votos de todos sus aliados de investidura. Eso supone seguir pagando facturas que, como la financiera, muchos barones no están dispuestos a abonar de cualquier manera. Veremos cómo se encauza este asunto en el cónclave, si es que se encauza y no saltan muchas más chispas.

Ya se sabe que los aparatos de los partidos controlan con mano de hierro sus organizaciones. Lo dejó claro Alfonso Guerra con aquello de que ‘el que se mueva no sale en la foto’. Y se vio aún más nítidamente hace dos años cuando los barones del PP descabalgaron a Casado y auparon a Feijóo porque el primero osó censurar a Ayuso por los negocios de su hermano con su gobierno durante la pandemia, además de por sus horribles resultados en las urnas.

Desactivado ‘in extremis’ el líder madrileño Juan Lobato, que dijo adiós incapaz de luchar contra el aparato sanchista, se esperan relevos y pugnas en seis o siete autonomías más en las que el PSOE con menos poder autonómico y municipal de su historia busca soluciones, pero eso difícilmente quitará lustre al congreso. Un cónclave que seguirá iluminado por las acusaciones de corrupción, todavía sin pruebas, lanzadas por el empresario Víctor de Aldama contra José Luis Ábalos, Santos Cerdán y la ‘mano derecha’ de la vicepresidenta María Jesús Montero.

Demasiados augurios negativos para lo que debía ser la fiesta de relanzamiento del amado líder que buscaba el PSOE en Sevilla.