Diego Carcedo-El Correo
- Es extraño que entre tantos problemas como enfrenta Pedro Sánchez se considere prioritario recordar las décadas de una dictadura implacable que no ha sido olvidada
Primero, con rigor histórico, Franco murió, después de varias semanas de agonía, sin abandonar en ningún momento sus convicciones providenciales de que había nacido para salvar a España de los enemigos que discrepaban de sus ideas y ambiciones de poder omnímodo que le concedía la potestad de impedirnos la libertad y, lo que aún era peor, de encarcelarlos y hasta fusilarlos por costumbre. Su muerte generó esperanzas de cambio, pero es falso que hubiese tenido un gesto por implantar la democracia.
Por el contrario, ya había tomado precauciones para que su sucesor al frente del Gobierno fuese Carlos Arias Navarro, apodado popularmente como ‘Carnicerito de Málaga’ por la represión que llevó al final de la guerra como gobernador en Málaga justo contra los que querían la democracia. Ni Franco ni sus sucesores consiguieron imponerse en su empeño por eternizar la Dictadura. Quienes se arriesgaron y lograron imponer la democracia y sacar a España del bochornoso aislamiento que sufrió fueron otros, cuyo recuerdo no se prodiga especialmente.
El rey Juan Carlos I, el presidente Adolfo Suárez y varios políticos, como Felipe González, Manuel Fraga o Santiago Carrillo, entre otros, no dudaron en renunciar temporalmente a sus ideas personales para implantar no sin dificultades el sistema democrático que hoy tenemos garantizado desde 1978 con una Constitución que consolidó las libertades y que 47 años después, por ambiciones de poder y de ruptura territorial, está siendo cuestionada y, en algunos momentos, hasta soslayada por quienes más interés y obligación tendrían en defenderla. Sus promotores y autores son los que realmente deberían ser reconocidos como los verdaderos padres de la democracia constitucional.
El Gobierno, presidido por un político que apenas había nacido, ahora se precipita a confundir aquella realidad -probablemente para imitar el ejemplo de Franco aferrándose al poder sin escuchar la opinión de los españoles– para, dice, recordarles a los jóvenes lo que fue un personaje que se perpetuará en el recuerdo como un dictador implacable de la calaña de sus contemporáneos más odiosos como Hitler, Mussolini o Salazar, cuando quizás lo mejor que cabe hacer no es olvidarlo, pero tampoco estar recordando con frecuencia un protagonismo deleznable.
Actualmente el franquismo no está entre los peligros que amenazan a la democracia, ya se le sacó de la gloriosa tumba que se había construido y quienes promueven esta iniciativa de recuerdo quizás desconocen que la repetición obsesiva de un nombre, por muy crítica que sea, es la mejor manera de perpetuar su memoria. Mejor sería dejar esto a historiadores y profesores y que los políticos dediquen su esfuerzo a resolver tantos problemas graves que, incluso sin Franco, la sociedad española enfrenta.