Ignacio Camacho-ABC

  • Aun bajo amenaza de ruina, el orden liberal clásico sigue siendo un paradigma más valioso que la mejor de sus alternativas

El regreso de Donald Trump al poder interpela sobre todo a la derecha clásica, la liberal y la democristiana, autora esencial del orden geoestratégico, institucional y social –Estado de bienestar– surgido en la posguerra europea, al que los socialistas no se incorporaron hasta finales de los años cincuenta. La izquierda, salvo como es lógico la estadounidense, está cómoda e incluso complacida de haber encontrado un fantasma con el que asustar a los seguidores de sus doctrinas identitarias e invitarlos a cerrar unas filas cada vez más cuarteadas. Y las derechas radicales se muestran encantadas con la esperanza de que la potente influencia americana incremente las ya bonancibles expectativas del conservadurismo duro en Francia, Italia o Alemania…. o España. Son los proyectos moderados los que van a sufrir para mantener su tradicional vocación mayoritaria en medio de la aguda polarización que parece instalarse como eje de la política contemporánea.

Sin embargo, ese espacio convencionalmente llamado centro –una denominación más geométrica que doctrinal– es el único en condiciones de evitar que la crecida de los extremismos a ambos lados del espectro desemboque en un retroceso al clima inflamable de los años treinta, recalentado en el microondas histórico del revisionismo posmoderno. Para conjurar ese riesgo resulta imperativo que los partidos moderados encuentren el método de abrirse paso en la dialéctica de opuestos y defender con eficacia la necesidad virtuosa de los discursos eclécticos, demonizados por el éxito de una épica populista que preconiza la erección de muros ideológicos y la abolición de los consensos. Ese trabajo implica un esfuerzo pedagógico muy penoso en el actual modelo de sintagmas escuetos que dominan la conversación digital sin dejar hueco al pensamiento complejo. Pero no existe opción de renuncia a ese esfuerzo, salvo la de volver a la jungla del enfrentamiento generalizado a cara de perro.

Y en todo caso vale la pena intentarlo. Porque sin hechos compartidos, sin contrapesos institucionales, sin acuerdos transversales, sin respeto al adversario, sin sometimiento a las leyes y sin medios críticos capaces de desmontar los falsos relatos –y no es sólo de Trump de lo que estamos hablando–, lo que surge es un sistema autocrático apenas legitimado por las urnas cada cuatro años. Un régimen hegemónico de poderes concentrados en representación de un solo bando; un caudillismo iliberal, en suma, una democracia insuficiente que convierte en meros comparsas a sus ciudadanos. Un marco que sólo puede romper –si logra sobreponerse a su crisis de ideas y de valores– la vieja, despreciada derecha humanista creadora del paradigma de libertades públicas, crecimiento económico redistributivo, justicia de garantías y convivencia cívica que aun amenazando ruina sigue siendo mejor que la más pujante de sus alternativas.