Editorial-Rl Debate
  • Solo un autoritario sin cura puede aspirar a seguir gobernando en estas circunstancias dañinas para España

Si la resistencia de Sánchez a aceptar el designio de las urnas le ha condenado a ser un presidente de paja, sometido a los caprichos de sus interventores e incapaz de sostener un proyecto común mínimamente cohesionado; las consecuencias de esa locura política le están condenando a sufrir un obsceno martirio público.

Se mire donde se mire, todo es decrepitud en Sánchez, bloqueado en todos los frentes por distintas razones, a cuál más indigna. La naturaleza de su Gobierno, una unión temporal de intereses a menudo contrapuestos, se resume en el bochorno sainete desatado por el Plan de Rearme, improvisado en el último minuto, sin respaldo del Congreso, elaborado con trampas contables y rematado con un espectáculo deplorable a cuento de la adquisición de armamento a Israel.

Este episodio no solo lanza un mensaje lamentable sobre la seriedad de España en el ámbito internacional, sino que exhibe la evidente batalla en el seno de la extrema izquierda, entre sus distintas facciones, por hacerse con los restos electorales de ese proyecto fallido que es Sumar, liderado por la hundida Yolanda Díaz.

Que esa disputa se haga utilizando a Sánchez como rehén y ponga en solfa la credibilidad diplomática del país es achacable, en exclusiva, al pecado original del PSOE, que forzó su supervivencia en el poder pagando un precio inasumible a cada uno de los implicados en tan sucio cambalache político.

Si a esto se le añade el carrusel de casos de corrupción que le acorrala, plagado de episodios tan hirientes como los de Ábalos con sus «sobrinas», David Sánchez con su empleo regalado o Begoña Gómez con su cátedra pantalla; la conclusión no puede ser más deprimente: España padece a un presidente sin legitimidad, cercado por escándalos y secuestrado por una pléyade de partidos antisistema, enfrentados entre ellos o dispuestos a extorsionar al deudor de su respaldo.

Que además avance la imputación del fiscal general del Estado, un burdo comisario político de la Moncloa incompatible con el decoro más elemental de un Estado de derecho serio, y no sea descartable que el Tribunal Supremo encuentre al final pruebas de su participación en una abyecta operación política para derribar a un rival incómodo, Isabel Díaz Ayuso; remata la descomposición irreversible de un proyecto que nunca debió arrancar en estas condiciones precarias.

Sánchez desoyó a las urnas, desafió al Poder Judicial, se ha saltado al Legislativo y ahora no controla el Ejecutivo: cualquier demócrata decente aceptaría que, con ese paisaje desolador, la única salida digna es disolver las Cámaras y devolver la decisión a la ciudadanía. Pero con este alocado dirigente político, un populista de libro agravado por su desesperación, lo que vemos es una intentona de imponer un régimen presidencialista inviable, inaceptable y peligroso que la propia democracia debe anular. Ya está bien.