Joseba Arruti-El Correo
El deterioro de la política se manifiesta imparable cada día en España. Quienes más deberían prestigiarla, aquellos que ostentan las más altas responsabilidades, son los que la baquetean con mayor empeño. No se trata de un fenómeno estrictamente local: los populismos reduccionistas se abren paso por doquier contaminando a los partidos tradicionales no sólo con su estilo zafio sino incluso con sus políticas de sal gorda. Paradójicamente, la pujanza de las alternativas más radicales se debe, en buena medida, a la inacción, la desidia o el fracaso en determinados ámbitos de quienes han encabezado el sistema político durante décadas.
La dialéctica gobierno-oposición jamás debe ser blanduzca ni condescendiente, y menos aún almibarada. Es necesaria la tensión, la confrontación de proyectos y propuestas a cara de perro. A ser posible, con un ejercicio de la gestión que legitime la exigencia de responsabilidades ajenas. Sin embargo, en la política española se ha impuesto la más cruda mezquindad partidista, exacerbada por un berreo estridente y una capacidad argumentativa en franca retirada.
Trazar ese contorno general no significa refugiarse en una equidistancia tan cómoda como injusta. Pero tanto el PSOE como el PP han terminado sirviéndose, en alguna medida, de determinadas sacudidas como principal instrumento de cohesión y movilización, presumiendo de blancura mientras chapotean en el lodazal.
Incluso un apagón generalizado como el del 28 de abril se juzga desde meros parámetros ideológicos en vez de técnicos. Poco importan los motivos reales del suceso, o la gestión previa al mismo. Sólo cuenta la conveniencia política de cada cual; fortificar las siglas y, en su caso, los sillones. La ineptitud se parapeta tras el griterío, y nadie dimite nunca, salvo en casos extremos y desesperados.
Quien gobierna lo fía todo a agitar el miedo a las derechas. Es el pegamento más eficaz, y salva más contradicciones que la creatividad de Sánchez gestando eufemismos. El PP, enfrente, demanda responsabilidades y excelencia puntillosa en la gestión mientras sostiene a Carlos Mazón, tal vez a modo de ejemplo a seguir.
Preservar la institucionalidad democrática y ejercer las funciones propias con buen juicio y altas miras fortalecen la política frente a tanto francotirador extremista. Por contra, el deterioro del fondo y de las formas en pos de objetivos cortoplacistas y raquíticos genera una desafección galopante y puede llegar a dañar la convivencia.
No se doblega a los populismos pareciéndose a ellos, sino distinguiéndose con ejemplaridad, capacidad autocrítica y respuestas eficaces frente a las principales inquietudes de la ciudadanía. Corren tiempos en los que las perogrulladas son revolucionarias.