Gabriel Albiac-El Debate
  • El tráfico de alfa-metil-fentanilo se vino a convertir en la tragedia social más amplia hoy de los Estados Unidos. A través de la frontera canadiense, el fabricado en China. Y a través, sobre todo, de la inabarcable línea mexicana, el sintetizado en Centroamérica

Helicópteros norteamericanos destruyen en altamar un transporte marítimo de estupefacientes, propiedad del clan narco de Nicolás Maduro. Es el segundo que zozobra, tras ser bombardeado, en lo que toma dimensión de guerra total contra el narcotráfico, esa pandemia que asola a la sociedad estadounidense. Y, en diversas medias, a todo el mundo. Coincidencia, puede que casual: por esos mismos días, el Gobierno de los Estados Unidos anunciaba su intención de privar de visado al valedor universal del dictador venezolano: un expolítico español, reciclado ahora en próspero hombre de negocios, José Luis Rodríguez Zapatero.

El fentanilo, que, junto a la más clásica cocaína, vienen colocando las narcodictaduras centroamericanas en el inmenso mercado del vecino norteño, es un fármaco de potencia sin precedentes. Analgésico prodigioso, su uso hospitalario, a partir de 1968, vino a dotar a la sedación del dolor oncológico con un instrumento eficacísimo. Opioide de síntesis mucho más potente que la morfina, el fentanilo fue catalogado por la Organización Mundial de la Salud en el último peldaño de los tratamientos para las formas de dolor insoportable. En esa condición, fue incluido como droga de Clase A en el Reino Unido, sustancia de Clase II en la lista de fármacos estadounidense y de Clase I en la de Canadá. Todas ellas restringen su uso estrictamente al ámbito hospitalario. Con las mayores cautelas. En efecto, su potencia de adicción es directamente proporcional a su eficacia analgésica.

Los traficantes de muerte descubrieron pronto la inmensa fuente de beneficios en que podía convertirse la fabricación de su propio fentanilo clandestino. Y su promoción masiva como droga de diversión o recreo. Los opioides de síntesis son muy baratos de producir. Y, una vez suficientemente masificado el mercado de adictos incurables, los precios de su venta ilegal podrían ser multiplicados casi ilimitadamente. Nadie que haya conocido el poder exterminador de la heroína en los años ochenta madrileños puede minusvalorar los efectos destructivos que genera el paso al mercado negro de un fármaco diez veces más potente. Los zombis que sembró el fentanilo acabaron por hacer inhabitables zonas muy amplias de la América urbana.

El tráfico de alfa-metil-fentanilo se vino a convertir en la tragedia social más amplia hoy de los Estados Unidos. A través de la frontera canadiense, el fabricado en China. Y a través, sobre todo, de la inabarcable línea mexicana, el sintetizado en Centroamérica. Las tres últimas presidencias estadounidenses han tratado de establecer acuerdos con sus vecinos para impermeabilizar fronteras. En vano. La ineficiente dictadura cubana, portaaviones que, frente a Florida, arrumbó el naufragio soviético, se ha reciclado rentablemente como etapa de relevo para las atiborradas avionetas de los traficantes: una bendición económica para el clan de los Castro. Pero el corazón del tráfico, tras los golpes sufridos por los ejércitos privados de la cocaína en México, ha pasado a la Venezuela de Maduro. Y el país que antaño fuera riquísimo productor petrolero no tiene hoy ya más industria próspera que la del transporte de coca y fentanilo hasta la costa norteamericana. Es un negocio de Estado. Con rentabilidades óptimas. Y sin apenas riesgos. Hasta hace un par de semanas.

Dos embarcaciones cargadas de narcóticos han sido tiroteadas ya y hundidas en el Caribe. Veinte narcotraficantes han muerto. Maduro lo juzga un ataque directo contra él mismo. Tiene razón. Por las mismas fechas, a José Luis Rodríguez Zapatero se le empezó a poner difícil pisar el suelo de los Estados Unidos.