Ignacio Camacho-ABC

  • Nixon no cayó tanto por el espionaje como por encubrir la trama de chanchullos irregulares que montó con sus ayudantes

Cuenta Ben Bradlee, el director del ‘Post’ en la época del Watergate, cómo se alborotó el mujerío de la redacción cuando apareció en ella Robert Redford para preparar su papel en ‘Todos los hombres del presidente’. También estuvo allí Dustin Hoffman familiarizándose con el escenario, pero no despertó la misma expectación porque su indiscutible talento actoral se escondía en un físico mucho menos agraciado. Existen numerosos estudios sobre la tendencia de los seres humanos a identificar belleza con bondad –con los consiguientes desengaños– y el gran Redford, director competente e intérprete carismático, se beneficiaba además del plus de ser envidiable y casi insoportablemente guapo.

Aquella película, así como el libro de Woodward y Bernstein en que está basada, cuentan cómo Nixon no cayó tanto por el famoso espionaje a sus rivales como por la trama de encubrimientos y chanchullos financieros que había montado con la colaboración de un grupo de personajes oscuros y más bien poco recomendables. Al principio el presidente y su entorno calificaron las denuncias de la prensa de «acusaciones salvajes» –¿les suena de algo?– pero el cerco judicial y político se fue estrechando hasta que varios de los ayudantes acabaron en la cárcel. El resto, incluida la dimisión presidencial para evitar la misma suerte, fue obra de esos contrapoderes democráticos conocidos como ‘checks & balance’.

Para filmar una película así en España habría que buscar claves más cómicas que épicas, más paródicas que dramáticas. Puede que no haya demasiadas diferencias entre la Moncloa sanchista y la actual Casa Blanca, la del hombre del pelo naranja, pero ‘Tricky Dicky’ era al lado de Pedro un aprendiz, un vulgar aficionado a las mentiras y las trampas que ni siquiera sabía organizar buenos trucos de propaganda. Hoy no hubiese perdido el sillón porque la polarización tapa las mayores barrabasadas. Eso sí, su célebre frase a David Frost –«si el presidente lo hace no es ilegal»– quedó en la historia como la primera página del manual de las nuevas autocracias. Y quien dice el presidente dice su esposa, su fiscal general o sus peones de confianza. Impunidad garantizada.

Haldeman, Colson, Dean y compañía eran unos caballeros de la Tabla Redonda en comparación con Cerdán o Ábalos, que llegaron a donde llegaron como el banderillero de Ortega: degenerando. Por lo menos los pretorianos de Nixon dijeron la verdad en la creencia de que así pondrían a su jefe a salvo, y éste los dejó en la estacada en un intento inútil de mantenerse en el cargo. Se libró de la prisión gracias al indulto de Ford pero en total fueron condenados 48 altos funcionarios. Y la prensa, que supo resistir las amenazas de un gobernante paranoico, salió con su prestigio intacto. La muerte de Redford merece el homenaje de revisitar la película del caso. Hay en ella enseñanzas políticas que no han caducado.