Jesús Cacho-Voxpópuli
- No confundan a los palestinos con Hamás
En junio de 1981, en una de sus operaciones más audaces, la aviación israelí destruyó el reactor nuclear Osirak que en los alrededores de Bagdad estaba construyendo Sadam Hussein, pese a la oposición de numerosos países, entre ellos los Estados Unidos de América. «Sabéis lo que hice y lo que hicimos para evitar la guerra y el luto, pero nuestro destino en esta tierra es el de luchar, luchar con determinación y entrega. La alternativa es Auschwitz, y nuestra decisión es clara: que no vuelva a repetirse aquel horror nunca jamás», aseguró el entonces primer ministro Menájem Beguin en su discurso ante la Knéset. Con la conciencia de que Israel nunca podrá bajar los brazos ni olvidar definitivamente la guerra y el duelo, Beguin no dejó de pelear nunca por la paz, la libertad y los valores de Occidente en los que se formó. Y, tras cuatro guerras, logró firmar la paz con Egipto.
Israel había abandonado completamente la Franja en 2005
Cuarenta y dos años después, el 7 de octubre de 2023, en la festividad judía de Simjat Torá («regocijándose con la Torá», en español), Hamás, el grupo criminal islámico que ha gobernado Gaza desde 2007, lanzó un ataque tan inesperado como brutal contra las localidades civiles vecinas de la Franja. Israel la había abandonado completamente en septiembre de 2005. En pocas horas asesinó, violó, quemó, mutiló y robó la vida de cientos de personas inocentes, sin distinción de raza, religión, edad o sexo, además de atacar a los asistentes a un concierto de música al aire libre. Y, por si alguien albergara alguna duda de sus intenciones, subieron la matanza a las redes.
Aquel maldito día yo era un joven oficial de las FDI. Me despertó una llamada angustiada de mi madre y, casi a continuación, otra de mis mandos: “Vente a la base, estalló la guerra”. Crecido a la sombra constante del conflicto armado, una operación tras otra, no comprendí de inmediato la magnitud de lo ocurrido. Sólo tras unas horas, mientras los noticieros añadían nuevos detalles sobre las atrocidades cometidas por los asaltantes y el teléfono no paraba de sonar —amigos, familia, compañeros de milicia—, empecé a asimilar la tragedia. Cerca de medianoche, cuando el número de asesinados y secuestrados ya se había disparado hasta más allá del millar, todavía en pleno fragor de los combates, vi a una oficial de enlace casada y con hijos romper a llorar a mi lado. Me acerqué y la abracé. En ese cruce de miradas entendí que las palabras de Beguin cobraban nueva vida: “no hay más remedio que seguir luchando”. En ese instante comprendimos que teníamos que volver a pelear por los asesinados, por liberar a los secuestrados y por garantizar a los niños israelíes la posibilidad de soñar algún día con un futuro en paz.
En ese cruce de miradas entendí que sus palabras cobraban nueva vida
Nuestras vidas cambiaron aquella noche quizá para siempre. Sé que no es fácil explicarlo y tampoco espero que quien no vive en Israel pueda entenderlo en toda su magnitud. No es fácil asimilar ni comprender lo que significa que un amigo que lucha a tu lado caiga por ti. No se puede entender cómo en un instante se truncan sueños —ser médico, ser abogado, ser periodista… ser padre, ver un clásico Maccabi-Hapoel… o un Barça-Real que con tanta pasión seguimos en Israel—, y se evaporan proyectos de vida. No se puede entender el subidón, la sensación de euforia que nos invade cuando uno solo de los secuestrados vuelve con su familia. No se puede asimilar en su totalidad hasta qué punto esta guerra nos fue impuesta por Hamás, una organización fanática, tan arcaica como brutal, que, financiada por Teherán, sacraliza la yihad y está dispuesta a perpetuar su poder pasando por encima del derecho de los propios gazatíes a un futuro en paz y prosperidad.
No pido simpatía, pido precisión. Detrás de los titulares hay personas. Yo, nosotros, mi grupo de amigos, chicos y chicas judíos de entre los diecinueve y los veintipocos años. Noches sin dormir con el fusil de asalto al lado, un vaso de café aguado a las dos de la madrugada y una idea simple: proteger nuestra casa, defender nuestra vida. No un eslogan de partido. Se trata de mantener de pie el mundo en el que crecimos, la calle donde mi madre hace la compra, la playa donde mis amigos y yo aprendimos a nadar, la parada de autobús que nos llevó al colegio en la infancia. La realidad es áspera, a veces cruel, siempre compleja.
No es fácil asimilar que un amigo que lucha a tu lado caiga por ti
No nos sostiene ninguna romantización del uniforme, sino una tozuda rutina civil: estudiar, trabajar, formar una familia, ser razonablemente felices en el entorno saludable de una democracia respetuosa con los derechos y libertades del ciudadano. Para eso luchamos y a eso queremos volver. Eso queremos mantener. Sé lo que dicen de nosotros en ciertos ámbitos europeos y muy especialmente el presidente del Gobierno y la prensa oficialista española. No pueden mentir más, y lo saben. No pido simpatía; pido precisión. No confundan a los palestinos con Hamás. No confundan a un bebé en un carrito con un misil en un edificio. No confundan a un Estado que intenta proteger a sus ciudadanos —y a veces se equivoca— con una organización que ha convertido barrios enteros de civiles gazatíes en escudos humanos. Allí se atrincheran. Desde allí nos disparan, disparan a su propia gente, desde los túneles bajo tierra que durante años construyeron con la ayuda internacional para protegerse ellos solos, no a la población civil de Gaza.
No tienen por qué querernos, españoles; basta con que no nos juzguen, no nos culpen, no nos condenen sin juicio antes de informarse, antes de saber quién es el culpable de esta guerra. Somos parte de una misma forma de entender la vida, compartimos los mismos valores. En Israel, el poder está sometido a la ley. Hay Tribunal Supremo, prensa libre y organizaciones de derechos humanos. Y una oposición muy fuerte al Gobierno Netanyahu. En las FDI hay órdenes que cumplir, reglas precisas para abrir fuego y comisiones de investigación rigurosas que buscan perseguir las transgresiones de la ley o los procedimientos. Hacer daño a un inocente es un fracaso sin paliativos; los civiles no son nunca objetivos militares ni pueden serlo. Todo lo contrario que en Hamás, donde el fusil es soberano. Allí no hay justicia independiente ni contrapesos, sino una teocracia dictatorial que sacraliza el terrorismo y se escuda tras vidas inocentes. Disparar a civiles, secuestrar y agredir sexualmente son formas de conducta habituales en Hamás, no desviaciones criminales. Nosotros verificamos objetivos, avisamos con tiempo, evacuamos cuando es posible. Lo sé muy bien como oficial que he sido del servicio de inteligencia militar hasta junio de este año. Ellos colocan lanzaderas en escuelas y hospitales mientras glorifican a sus “mártires”. No es un debate político: es un abismo moral lo que nos separa. Es civilización frente a barbarie.
Nuestras vidas cambiaron aquella noche quizá para siempre
Demasiados partidos de izquierda populista europea han abrazado una cómoda posición moral, la que enarbola los derechos humanos como eslogan cuando conviene, pero se calla cuando Hamás usa a civiles como escudos o los dispara cuando corren a los camiones en busca de alimentos. Las mismas tribunas que exaltan la justicia social o el feminismo desaparecen cuando se trata de las mujeres violadas el 7 de octubre o de los secuestrados borrados del relato por “estropear la foto”. ¿Criticar a Israel es legítimo? Por supuesto que sí. No lo es la doble vara de medir. Quien defiende el derecho de Ucrania a proteger a sus ciudadanos debería defender también el derecho de Israel a defenderse y a proteger la vida de los suyos. Quien condena el terrorismo cuando viene de la extrema derecha debe condenarlo igualmente cuando se disfraza de “resistencia”, so pena de ser acusado de hipócrita o de algo mucho peor.
En medio del dolor que produce esta guerra, de las vidas perdidas de tantos amigos queridos, hay amor, mucho amor, y eso nos sostiene. Este país es pequeño y está tejido por hilos de cercanía. Cualquier golpe nos toca a todos; cualquier rescate nos levanta el ánimo a todos. Aquí no existe “el Estado” por un lado y “la gente” por otro: hay personas que conforman un Estado. Cuando enterramos a un niño, enterramos al hijo de todos. Cuando devolvemos a una secuestrada a su familia, rescatamos a la hermana de todos. Por eso Israel también sabe celebrar, no por desprecio al dolor, sino porque si renunciáramos a la alegría de vivir el terrorismo de Hamás ganaría sin necesidad de disparar un tiro.
En medio del dolor que produce esta guerra, hay amor
La primera vez que entré en una casa que acababa de perder a un hijo entendí cuán frágil y banal es la grandilocuencia. Una mesa puesta para un invitado que no llegará, fotos de un niño disfrazado en Purim, una madre que ofrece café porque así consuela la gente aquí: ofreciendo, incluso cuando no queda nada que dar. Los monstruos no doblan la ropa de un hijo caído, ni escriben en un papel “no me dejéis solo” antes de encender una vela. Somos personas: a veces fuertes, muchas veces frágiles, orgullosas y avergonzadas, valientes y asustadas. Todo a la vez.
La rabia existe y es comprensible, pero por sí sola se agosta como el rocío. No hay que jurar venganza eterna desde el dolor, sino mantener lo humano que hay en nosotros. Perseverar en lo humano. Un amigo mío de viaje en Nepal tras finalizar el servicio militar me cuenta que escucha una canción de recuerdo por cada soldado caído, para no olvidar que son/eran personas y no números. Del otro lado también hay personas, rehenes del miedo y del despotismo. Pero no es nuestra responsabilidad rehacer su mundo; sí lo es recordar que nuestro objetivo no es la destrucción: peleamos para evitar la destrucción, nos jugamos la vida para poder construir. Construir una casa. Levantar confianza. Asegurar futuro.
La rabia existe y es comprensible
¿Cómo podremos seguir? De la manera más sencilla posible: paso a paso, tarea tras tarea, respiración tras respiración. Volver al trabajo aunque la cabeza siga vibrando por las alarmas. Llamar a la abuela para preguntarle cómo está. Ir al gimnasio incluso después de las sirenas. Buscar cada día el pequeño «sí»: sí a levantarse, sí a responder con cortesía, sí a no dejarse arrastrar a la oscuridad de otros. Al final de esta guerra habrá un niño —tal vez mío, tal vez de un amigo— que necesitará que alguien le siga leyendo un cuento para poder dormirse.
También hay sueños. También tenemos derecho a seguir soñando. Sentarme en Sammy Ofer o en Bloomfield y discutir sobre un fuera de juego, no sobre fronteras. Caminar por las calles de Tel Aviv, donde ahora resido, y oír música, no sirenas. Sentir la mano de mi madre sobre mi hombro, sin que un informativo la haga temblar. Normalidad no como consigna, sino como forma de vida.
También tenemos derecho a seguir soñando
Sobre el futuro: reconocer un fantasmal Estado palestino equivaldrá a premiar la brutalidad cruel y arcaica de Hamás. Cualquier acuerdo que no contemple el desmantelamiento de las infraestructuras del terror no será solución, sino combustible para la próxima guerra. La paz escrita en papel, sin responsabilidad efectiva sobre el terreno, no se sostiene. Quien usa a sus propios civiles como escudos humanos o enciende guerras para perpetuar su poder no es un interlocutor. Es una regla muy simple, fácilmente comprensible.
Nuestra identidad descansa en una fe antigua, en la paz, la prosperidad y el amor. Como dice el Salmo: “Busca la paz y persíguela” (Salmos 34:15). Ese es nuestro mandato: no solo defendernos, también seguir aspirando al bien incluso cuando la oscuridad aprieta. Cuando hace pocos meses terminé mi servicio militar me preguntaron si ya estaba “después”. No hay “después”. Hay “ahora”: construir una vida cotidiana, asumir responsabilidades, casarme con mi novia, formar una familia, pedir “perdón” cuando toca y no perder la condición humana aunque estemos enfadados.
Reconocer un fantasmal Estado palestino equivaldrá a premiar la brutalidad
Y a ustedes, lectores en España, esa España que los judíos de ascendencia uruguaya amamos tanto, les corresponde el papel del vecino que escucha. No tienen por qué estar de acuerdo con cada una de nuestras decisiones. Cometemos también errores, a veces graves. Pero hagan lo más difícil en un mundo de consignas rápidas: sean precisos. No se conformen con los titulares; busquen la historia completa, buceen hasta el fondo, no se queden en la superficie. Si han llegado hasta aquí es porque creo que las palabras también pueden ser un puente que une, no una frontera que separa. Un puente que borre diferencias y nos anime a comprender al que está al otro lado.
Y un último apunte, claro como el agua clara: esto no terminará mientras no vuelvan a casa todos los secuestrados. ¡Hamás debe devolverlos a todos ahora, a los vivos, por supuesto, y también los cuerpos de quienes asesinó vilmente!