Ignacio Camacho-ABC
- Los insultos de la extrema izquierda y el silencio del Gobierno son las pinceladas de un autorretrato ético
En uno de los bares de la plaza cercana hay dos camareros venezolanos. Él lee a García Márquez, aprende a bailar flamenco y trata de mantener una familia. Ella es muy joven; llegó sola, sin más referencia que una pariente cuya dirección ni siquiera conocía, y por las mañanas cruza Madrid a diario, desde Moratalaz a Leganés, para sacarse un título de formación profesional en gestión administrativa. Ninguno abandonó su país por cuestiones políticas; simplemente llegó un momento en que se dieron cuenta de que allí no tenían ni iban a tener manera de ganarse la vida.
El Nobel de María Corina Machado los representa también a ellos. A los ocho o nueve millones de compatriotas que se fueron –a Colombia, a Brasil, a Estados Unidos, a España– en busca del futuro y de la libertad que el tardochavismo les veta dentro. Estudiantes, médicos, campesinos, músicos, maestros, taxistas, obreros. Y a los que se quedaron, por supuesto, y continúan en su tierra resistiendo entre servicios públicos colapsados y dificultades para conseguir alimentos, agua o suministro eléctrico. Un 86 por ciento de los hogares, según la Encuesta de Condiciones de Vida de 2024, subsiste en la pobreza bajo la tríada maldita de hiperinflación, desigualdad y desempleo.
Ése el balance social de dos décadas y media de populismo en la mayor reserva de petróleo de América. Hambre, represión, éxodo y miseria, culminados por un pucherazo electoral que hasta a Hugo Chávez sonrojaría de vergüenza. Una nación devastada por una tiranía bananera que por increíble que parezca aún cuenta con el respaldo –ay, Zapatero, ay, Iglesias– de algunos sectores políticos con cierta influencia en círculos de la Unión Europea. De ahí la importancia de la decisión del Comité de Noruega, claramente significada como un espaldarazo a la resistencia.
Un mensaje de reconocimiento a los presos, a los exiliados, a la oposición que «mantiene encendida la llama de la democracia durante una oscuridad creciente» (sic) con tanta entereza como desamparo. Al sueño de la Venezuela libre que el corajudo liderazgo de Machado mantiene vivo, aun desde la clandestinidad, frente al despotismo bolivariano y al negocio endogámico de las élites maduristas que medran a la sombra de un narcoestado cuyos beneficios compran el apoyo de ‘lobbies’ mercenarios.
Es sólo un aliento simbólico, pero también un aldabonazo moral en la puerta de los gobiernos que, como el español, mantienen una insostenible equidistancia mal disfrazada de respeto a los asuntos de un país extranjero. Cada cual escoge los trazos de su propio autorretrato ético, y esta sedicente izquierda ‘de progreso’ ha pintado el suyo saludando el premio con una mezcla de indecentes insultos y vergonzantes silencios. Quizá no esté lejos el día en que la opinión pública alcance a saber –porque barruntarlo lo barrunta hace tiempo– el precio de ese encubrimiento.