- España no podría mantener una democracia efectiva sin unos jueces profesionales, imparciales e independientes encabezados por una Corte Suprema con esos atributos. De no ser así, se entronizaría una ‘monocracia’ (el gobierno de uno) opuesta al gobierno de todos de una democracia
Con otro ministro de hoz y coz en la corrupción de las mascarillas como Ángel Víctor Torres, según las últimas revelaciones de la Guardia Civil que acreditan que mintió ante la comisión del Senado, Pedro Sánchez ve cómo esta nueva carga engrosa las de su mujer y de su hermano, así como las de sus cuates de «la banda del Peugeot» (Ábalos, Cerdán y Koldo García), y de su fiscal general, Álvaro García Ortiz. Ello dispara a «Noverdad» Sánchez como campeonísimo de la corrupción occidental y en el primero que, con tales débitos, se aferra al poder enfeudado en su «ética de la mentira» como su ministro Torres confunde la honradez –el recto proceder humano de la cintura para arriba– y la honestidad –el recto proceder de la cintura para abajo– tratando de salvaguardar su honra jactándose de que el informe de la UCO no habla de «mujeres explotadas ni pisos en Atocha», pero se olvida de ser uno de los preferidos de la trama de las mascarillas. Honrado, no; honesto, tal vez, a expensas de otra entrega de la UCO.
No extrañe a nadie que Sánchez haya cambiado las gafas de pasta gansa de Dior para no ver con sus «no me consta» o «no lo sé» de su comparecencia en el Senado por una escafandra para sumergirse bajo la cloaca máxima de La Moncloa y de la que lleva sin sacar cabeza varias jornadas. Algo debió maliciarse ya el pasado fin de semana el inquilino de La Moncloa porque este lunes, por primera vez en varias semanas, no lanzó ningún señuelo que mareara la perdiz y marcara agenda política. Esta no fue un lunes al sol de las cámaras, sino que tocaba inmersión.
Sin embargo, como «ver lo que está delante de nuestras narices requiere un esfuerzo constante», según la célebre apreciación de Orwell, conviene estar ojo avizor al asalto al Tribunal Supremo que desarrolla estos días el presidente coincidiendo con el juicio a su fiscal general por revelación de secretos. En esta vista que se celebra sobre el conato gubernamental para matar políticamente a una rival de Sánchez, como la presidenta madrileña Ayuso, con la daga que empuña el máximo responsable del ministerio público, se transparenta la operación de La Moncloa para sojuzgar al Tribunal Supremo y dotar de impunidad suma al jefe del Ejecutivo ante el horizonte penal que se avizora.
Para este menester, el imputado fiscal general aviva el relato de una judicatura conjurada contra el Gobierno que haga mella en el Tribunal Supremo y coloque a los magistrados de la Sala II en el dilema de que condenarle a él supone tanto como hacerlo con su «padrino». Cuando Sánchez repite que «creemos en la inocencia del fiscal general», no testimonia tanto su solidaridad con aquel al que nombró siendo «inidóneo» para el Poder Judicial o habiendo cometido «desviación de poder» en favor de su benefactora, María Dolores Delgado, sino que verbaliza su intento de supremacía sobre el tribunal en su ambición de disponer de poder irrestricto.
Luego de copar los órganos de control y supervisión podían limitar sus excesos y demasías, Sánchez trata de imponer su voluntad sin contrapesos con el poder atrapado siendo el mandatario con menos votos propios desde la Transición. Para esa tentativa, un plagiario como él deslegitima el Tribunal Supremo bajo el patrón de juego del golpismo separatista catalán con su fiscal general de avanzadilla. Así, buscando su exoneración sin tener que esperar al dispensario de bulas de Cándido Conde-Pumpido en el Tribunal Constitucional, Ortiz se presenta teatraliza las guisas del «procés» haciéndose aplaudir antes de partir al Tribunal Supremo por sus correligionarios de su asociación de fiscales que, siendo minoritaria, acapara los cargos cimeros de la carrera por su favoritismo.
Es más, entrando por la puerta de autoridades del Tribunal Supremo al no dimitir como obliga la ley a todo fiscal en su circunstancia y no ocupando el banquillo de los acusados, sino aposentándose en el estrado de fiscales y abogados como si no fuera el primer fiscal general en democracia en ser juzgado, diríase que el Tribunal Supremo estuviera siendo fiscalizado por este imputado con toga que constituye caso único en Europa. Después de eliminar pruebas que lo comprometían, García Ortiz no sólo se erige en Petronio de todas las legalidades, sino que se declara mártir de un «proceso injusto», de una «investigación inquisitorial y prospectiva del juez Ángel Luis Hurtado, como otros familiares y deudos de Sánchez igualmente encausados. Todo ello después de que borrar, a pesar de su posición institucional, los correos electrónicos y los mensajes de WhatsApp, lo que ha impedido a los investigadores acceder a sus comunicaciones de los investigados. «En este contexto –como le reprochó la Sala de Apelaciones– es de común experiencia que un borrado de datos se hace de elementos que puedan resultar desfavorables».
Dentro de ese contubernio, con un fiscal general en el banquillo por urdir una maniobra, cuadra que el Gobierno se empecine en modificar la Ley de enjuiciamiento criminal para fiar la instrucción de causas penales a Ortices suyos como parapeto propio y venablo contra el adversario, sin que las acusaciones populares puedan cubrir como hasta ahora el agujero negro que horada el uso partidista del ministerio público. Con tal contrarreforma, se socava la independencia judicial y se imposibilita que el Tribunal Supremo funja como balanza del Ejecutivo y del Legislativo al someter a esta Corte a los intereses del presidente.
De esa manera, las instituciones del Estado ya seriamente degradadas y hundidas en una ciénaga, no cabría rescate posible y la situación sería irreversible por parte de un gobierno de incompetentes, corruptos y viles. España no podría mantener una democracia efectiva sin unos jueces profesionales, imparciales e independientes encabezados por una Corte Suprema con esos atributos. De no ser así, se entronizaría una «monocracia» (el gobierno de uno) opuesta al gobierno de todos de una democracia. De ahí lo que está en juego estos días en el Tribunal Supremo.