Agustín Valladolid-Vozpópuli

  • La LECRIM establece que cualquier persona que tenga conocimiento de un delito perseguible de oficio debe ponerlo en conocimiento de la Justicia

El caso Salazar y la cascada de denuncias por acoso sexual que sacude al PSOE no son una novedad en el panorama político español. Casos de acoso laboral y sexual los ha habido y los hay en todas las formaciones políticas, en todos los ámbitos profesionales y en todos los rincones de nuestra sociedad. Pretender que el PSOE tiene el monopolio de los depredadores sexuales es una idiotez. El problema del Partido Socialista no radica en que estos comportamientos existan entre sus filas, sino en la insoportable hipocresía con la que ha gestionado estas denuncias mientras sus dirigentes se erigían en adalides del feminismo.

En los últimos años el PSOE ha forjado más que nunca su marca política sobre el discurso feminista. Después de cometer la estupidez de ceder el Ministerio de Igualdad a la izquierda radical, los socialistas decidieron un día recuperar parte del espacio perdido subiéndose al carro de un feminismo ajeno a la cultura del partido, apoyando leyes estrafalarias y alimentando discursos grandilocuentes en los que, sin ver la viga en el ojo propio, señalaban a otros por sus comportamientos machistas. El PSOE se ha presentado a menudo como el partido de las mujeres, como la formación que entiende y defiende sus derechos mejor que nadie, y precisamente por eso la gestión (o su falta) de los recientes casos de acoso protagonizados por dirigentes socialistas resulta tan demoledora para su credibilidad.

Porque una cosa es predicar y otra dar trigo. Las denuncias contra Paco Salazar estuvieron cinco meses sin tramitar. Desaparecieron misteriosamente del sistema interno. Las denunciantes no recibieron apoyo, información ni respuesta. Solo cuando eldiario.es destapó el caso, Ferraz decidió reactivar los expedientes, alegando un conveniente «error informático». ¿Un error informático? La excusa es tan burda que insulta la inteligencia de cualquiera.

El PSOE y la cultura de ‘l’omertà’

El impacto electoral de este escándalo será sin duda considerable. Las encuestas ya reflejan un deterioro en la imagen del partido, especialmente entre las mujeres, ese electorado que los socialistas daban en gran medida por blindado gracias a su supuesto compromiso feminista. El goteo interminable de dimisiones y denuncias ha convertido la crisis en un serial sin fin que erosiona día a día la marca PSOE. Cada nueva revelación es un recordatorio de que el feminismo socialista tenía mucho de postureo.

Pero hay un elemento en esta crisis que no está recibiendo la atención que merece, y que resulta tan grave como los propios casos de acoso: la actitud de los cuadros del partido que conocieron estos comportamientos y los silenciaron. Estamos hablando de dirigentes, secretarios de organización, responsables de igualdad, militantes de relevancia que tuvieron conocimiento de las denuncias y optaron por mirar hacia otro lado. O peor aún, que contribuyeron activamente a que esas denuncias desaparecieran en el limbo burocrático de Ferraz.

Esta cultura del silencio no es casual. Es el producto inevitable de un modelo de partido en el que está prohibido cuestionar al líder, en el que la lealtad se mide por la capacidad de tragar sapos y culebras, en el que cualquier problema se resuelve activando una especie de omertà insoportable. Un partido donde la crítica interna se considera traición y donde la disciplina de voto se ha extendido hasta convertirse en docilidad de pensamiento, hasta el punto de aceptar, ahora ya lo sabemos, el encubrimiento cómplice.

El artículo 264 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECRIM) establece con claridad que cualquier persona que tenga conocimiento de un delito perseguible de oficio debe ponerlo en conocimiento del Ministerio Fiscal, del Tribunal competente, de un Juez de instrucción o municipal o de un funcionario de policía, a menos que esté eximido por ley. Es por tanto inexcusable preguntar por qué quienes tuvieron conocimiento de estos hechos, o los sufrieron, no los denunciaron a su debido tiempo. ¿Pensaron quizá que si cumplían con su obligación peligraba su carrera política y su estipendio? ¿O su pasividad respondía a razones menos groseras, por ejemplo que la denuncia ante la Fiscalía o el juzgado de guardia podía dejar al descubierto su falso discurso de superioridad ética y moral?

¿Por qué no actúa la Fiscalía?

La lectura de la LECRIM aclara por qué el PSOE, como ha reclamado Adriana Lastra, no ha acudido a la Fiscalía (sería como pedir su autoimputación). Pero, señora Peramato, ante el cúmulo de indicios y testimonios, ¿por qué no actúa el Ministerio Público de oficio? Hemos conocido que existieron denuncias que fueron archivadas o extraviadas; sabemos que dirigentes del partido tuvieron acceso a esa información; conocemos los nombres y los cargos de quienes gestionaron -o, mejor dicho, taparon- esas denuncias. ¿Qué está esperando la Fiscalía para investigar si hubo encubrimiento de delitos perseguibles de oficio?

El PSOE asegura ahora que lo ocurrido supone «un antes y un después», que han aprendido la lección, que no volverá a suceder. Las mismas promesas que escuchamos después de cada escándalo. Pero mientras no se depuren responsabilidades en todas sus vertientes, mientras no se identifique y castigue a quienes taparon estos comportamientos, mientras no se desmonte esa cultura de omertà que convierte al partido en una organización opaca, más preocupada en preservar su imagen que proteger a sus militantes, todo seguirá siendo pura palabrería.

El feminismo no es una pancarta, ni un eslogan de marketing político con el que silenciar a las víctimas cuando levantan la voz. Quienes han sido silentes cómplices de estos hechos no merecen seguir ocupando cargos de responsabilidad. Mucho menos los que, para que aquellas no denunciaran, han presionado a las mujeres acosadas mediante amenazas o promesas de promoción. Lo ocurrido es muy grave, y la Justicia no puede quedarse de brazos cruzados. El total esclarecimiento de los hechos es el único modo de resarcir a las que sufrieron un acoso tiránico y luego fueron conminadas a guardar un inadmisible mutismo.