Álvaro Delgado-Gal-ABC

  • Hitler era de derechas, si se quiere, pero eso no es lo realmente importante, como no lo es que Stalin fuera de izquierdas. A partir de cierto grado de espanto, las afinidades prevalecen sobre las diferencias

Siguen saliendo al mercado, a ritmo vertiginoso, estudios y meditaciones sobre la República de Weimar y su gran liquidador, que fue Hitler. ¿La razón? Intervienen, claro está, factores de carácter conmemorativo: en 1925, hace exactamente un siglo, apareció en letras de molde la primera mitad de ‘Mein Kampf’, redactada por Hitler durante los ocho meses de reclusión a que fue condenado por su intento golpista del 23. Al año siguiente se publicaría la otra mitad: en total, cerca de ochocientas páginas tediosas… y profundamente desazonadoras. Esto parece una contradicción, pero no lo es. Lo comprobaremos dentro de un momento. Paso ahora a la segunda causa del alud editorial. El caso es que está cuajando la sensación de que nuestro mundo empieza a parecerse harto a la Alemania de entreguerras. Eso afirma, sin ir más lejos, el periodista Siegmund Gingzberg en ‘Síndrome 1933’, elucubrado en italiano en el 2019 y vertido al español en 2024.

El autor, de origen judío, habla de analogías entre los dos momentos, el actual y el de Weimar, y, aunque no apura el paralelo, deja al lector entre inquieto y abrumado. Les pongo un ejemplo procedente, no de Ginzberg, sino de Thomas Childers (‘The Third Reich: a History of Nazi Germany’). En 1931, más del sesenta por ciento de los estudiantes de universidad se declaraban partidarios de Hitler. Y es que uno de cada tres licenciados estaba en paro. La sobrecualificación, unida a las expectativas menguantes, tiene sobre una democracia los mismos efectos que el grisú en una mina. Lean cómo están evolucionando las preferencias políticas de los jóvenes, y empezarán a tomarle las medidas a la situación.

De 2019 al 2025, el cuadro ha empeorado enormemente. La embestida de Putin, el triunfo infausto de Trump y la crisis de la Unión Europea nos han dejado, como dicen los castizos, con un pie en el aire. Volker Ullrich, autor de ‘El fracaso de la República de Weimar’ (2025 en la versión española) anuncia en el prefacio que Fukuyama se había equivocado al proclamar el triunfo histórico de las democracias liberales y que éstas atraviesan una crisis de pronóstico reservado. En otra obra reciente, ‘Febrero de 1933. El invierno de la literatura’, Uwe Wittstock relata cómo a Hitler le bastaron cuatro semanas para alzarse con el santo y la limosna. Vemos huir de Alemania, a espetaperros, a Joseph Roth, Brecht y los hermanos Mann. Y respiramos aliviados cuando Döblin burla ‘in extremis’ a sus perseguidores nazis confundiéndose con un golpe de pasajeros en una estación de metro de Berlín. Muchos novelistas e intelectuales, tardos en ponerse en salvo, terminarían muertos o en campos de concentración. Y es que casi nadie se arrancaba a admitir la realidad: a saber, que Hitler estaba instalando una dictadura monstruosa. El libro de Wittstock se lee como un ‘thriller’, veloz y macabro.

Voy a ‘Mein Kampf’. Estando las cosas como están, determiné meterme entre pecho y espalda la vasta, exasperante, perorata de Hitler (casi ochocientas páginas, repito). Promediaba noviembre, época propicia en Madrid a la lluvia y los cielos bajos. De vez en cuando me invadía una especie de sopor. Me levantaba del sillón para estirar las piernas, y volvía a la carga. ¿Noté algo? Sí. Advertí que iba formándose en mi interior el equivalente a una noción, en colores grises, del autor del libro. Les adelanto las líneas generales: cociente de inteligencia menguado, mínima formación, nulo sentido del humor. Hitler no consigue ni siquiera postularse a sí mismo de verdad: no extraemos de ‘Mein Kampf’ a una persona, sino un esquema. Los hechos, pese a todo, atestiguan que poseía una habilidad táctica excepcional, destreza desgraciadamente compatible con un bajísimo registro en el orden moral e intelectual. La pregunta es cómo un individuo así pudo convertirse en el amo de Alemania y casi de Europa. Cuanto más se lee el libro, más nos inquieta esta cuestión. Como si estuviéramos montados en un tiovivo de feria y el mundo se hubiera hecho circular, vemos repetirse, sin tregua, las mismas consignas, garrapateadas en letras gigantes: que el marxismo y la conspiración judía vienen a ser la misma cosa; que urge expandirse hacia el este y dar buena cuenta de los eslavos; que las finanzas mundiales son una perversa especialidad hebrea.

Ya en el capítulo 4 (‘Múnich’), Hitler formula su concepto del Estado: «… el Estado es un organismo racial, y no una organización económica». Agrega: «Su propósito ha sido siempre preservar la especie y la raza». Por descontado, «la naturaleza no conoce fronteras políticas», razón por la cual el gobernante genuino no debe sentirse estorbado por ortopedias de carácter legal. Lo último suena un poco a la voluntad de poder nietzscheana. Los estudiosos, sin embargo, tienden a pensar que Hitler no leyó a Friedrich Nietzsche. Se sospecha que frecuentó sobre todo novelas baratas, especialmente del Oeste (Karl May fue su autor preferido). Su teoría conspirativa sobre los judíos parece, asimismo, extraída de un tebeo. Según nos cuenta, en sus años mozos no había sentido animadversión hacia los judíos. Pero al llegar a Viena se tropieza a un hombre con faldamenta y largas coletas a los lados de la cabeza. «¿Qué es esto?», se pregunta. Y acude a los libros para informarse (Hitler siempre está acudiendo a los libros para informarse). Ya tiene al judío: maloliente, intrigante y abominable (‘Días de estudio y sufrimiento’, cap. 2). A partir de ahí, todo es cuesta abajo.

Tales figuraciones, troqueladas a hierro en la mente elemental de Hitler, confirieron a este una fuerza, una eficacia, una fijeza, de las que carecían intrigantes como Von Papen o los grandes industriales, frágiles por cuanto fascinados por un señuelo que está cambiando siempre de sitio: el beneficio. La subordinación inevitable al beneficio hace vulnerable al millonario. Hitler, por el contrario, supo combinar el oportunismo sin límites con una tenacidad maniática. Una última advertencia: Hitler era de derechas, si se quiere, pero eso no es lo realmente importante, como no lo es que Stalin fuera de izquierdas. A partir de cierto grado de espanto, las afinidades prevalecen sobre las diferencias. Ginzberg emplea una expresión que refleja con aptitud este hecho: ‘rojipardismo’, o fusión de los contrarios. Verbigracia, las SS y la NKVD. Los extremos se juntan y ya está listo el dogal. Solo queda meter el cuello.