Nicolás Redondo, EL ECONOMISTA, 16/9/11
Los máximos representantes de CiU, Mas y Duran, han proclamado, una vez conocida la fecha electoral, su rechazo a una mayoría absoluta del Partido Popular. La negativa contundente y solemnemente anunciada, no me cabe duda, esconde también una gran dosis de temor, de miedo a perder su privilegiada posición en el Congreso de los Diputados, es decir en el Gobierno o en la gobernanza del país, de España.
A ellos se sumó automáticamente el presidente del PNV, Íñigo Urkullu, por idénticas razones y, en su caso, por perder, si se confirmara el resultado, su posición prominente utilizada para menoscabar al Ejecutivo presidido por Patxi López. No me cabe duda alguna de que la reacción sería idéntica si fuera el PSOE el que tuviera las expectativas electorales que hoy en día favorecen al primer partido de la oposición. Es decir, la actuación de los nacionalistas responde a una lógica comprensible para cualquiera: hacer valer sus votos por encima de lo que representan.
Comprendo menos o nada la inclinación por las mayorías precarias de no pocos comentaristas políticos y de una parte importante de la sociedad española. No es una equivocación achacar tal tendencia a ciertos excesos de los Gobiernos socialistas de Felipe González o de los populares de Aznar -algunos escándalos económicos y la denominada guerra sucia contra la banda terrorista ETA en el caso del primero, y actos privados como la boda de su hija o su intenso compromiso con el presidente estadounidense en momentos muy complicados en el caso del segundo-.
Aunque estos argumentos de naturaleza e importancia diferentes se utilizan para criticar al adversario político, son, sin embargo, también y fundamentalmente expresión de una gran desconfianza hacia el poder excesivo, sin las limitaciones que imponen las mayorías insuficientes.
Desconfianza en el poder
No es ésta desconfianza hacia el poder coyuntural o moderno, no es una opción de un sector ideológico de la sociedad española o del contrario; se fundamenta en un inmemorial recelo de los españoles hacia el poder (políticos, leyes, instituciones, etc?), recogido de manera magistral por toda la literatura clásica ibérica, siendo base reconocida en nuestras obras más significativas y en nuestros personajes más universales: «Don Quijote no tiene el menor reparo en enfrentarse a la autoridad y en desafiar las leyes cuando éstas chocan con su propia concepción de la justicia y de la libertad», dice el estimadísimo Premio Nobel Mario Vargas Llosa en una interpretación romántica de nuestro personaje más conocido, relacionándole con una especie de «libertad negativa», en términos expresados por Isaías Berlin, cuando desde mi humilde punto de vista, dibuja con fantasía y humor, por encima de todo, una inmensa suspicacia hacia el poder constituido.
En este sentido, no es menos extraordinario el prefacio al Lazarillo de Tormes de Marañón, en el que muestra su profundo disgusto ante unos héroes que consiguen éxito y reconocimiento social por un camino pleno de fechorías, fraudes y robos, en fin, delitos que delatan el poco aprecio a las normas, a las leyes, en definitiva al poder institucional. Y como culminación de esta escueta muestra de ejemplos, El Alcalde de Zalamea toma la justicia por su mano para reparar su honor perdido y no sólo no es sancionado, sino que Felipe II en su viaje a Portugal, le reconoce y elogia. No existe en la literatura clásica de los países de nuestro entorno tal proliferación de muestras de duda, cuando no de rechazo, de temor, cuando no de oposición a quienes representan el poder y a las normas que lo regulan.
Es, por lo tanto, muy necesario caminar contra esa tendencia tan característica de nuestra sociedad; es imprescindible sobreponernos a esas inclinaciones, en muchas ocasiones malsanas, a pesar de haber sido componente básico de nuestra literatura más brillante, que imponen la necesidad de conseguir el poder más débil para poder profundizar, en la máxima expresión del libre albedrío, en nuestro individualismo un tanto anarcoide; más, mucho más si cabe, en estos momentos de máxima gravedad, de «emergencia nacional», en palabras de Felipe González.
Postergar a otros momentos
En esta concreta situación -más allá de reflexiones de carácter general sobre el poder, las instituciones, la ley y la nación en España que podemos postergar a momentos más propicios- es conveniente, en contra de las pretensiones de los nacionalistas, un Gobierno con amplio respaldo, con suficiente margen de maniobra para enfrentarse a las durísimas consecuencias de esta crisis tan poco convencional. Este apoyo mayoritario debería ser correspondido por una visión que superara las siglas, los proyectos ideológicos y a las personas del partido que lo obtenga.
El próximo Gabinete está obligado a tomar decisiones difíciles, complicadas, que provocarán momentos de conflicto, periodos de tensión, encontronazos entre quien tiene la responsabilidad de gobernar para todos y quienes defienden derechos legítimos y posiciones adquiridas sectoriales de muy diversa naturaleza. Por ello, su gran capacidad de maniobra, si la obtiene en las urnas, debe caracterizarse por una voluntad de integrar las diversas sensibilidades, puntos de vista y opciones diferentes. El éxito del próximo Gobierno dependerá de un pacto global con la mayoría de la sociedad española, plural y diversa, aunque unida ante la envergadura del reto.
Nicolás Redondo. Presidente de la Fundación para la Libertad.
Nicolás Redondo, EL ECONOMISTA, 16/9/11