Lo que más llama la atención en la última instrucción pastoral de la Conferencia Episcopal Española es la falta de unanimidad.
Por mucho que monseñor Rouco minimice su importancia, el hecho de que un pronunciamiento tan esperado como el que nos ocupa haya cosechado ocho votos en contra y cinco abstenciones plantea serios interrogantes. El más obvio se refiere a las urgencias o, dicho con menor candor, a las presiones a que la Conferencia se habrá visto sometida para que, en asunto tan sensible, haya optado por publicar el texto aun a costa de la para ella tan cara comunión episcopal.
Pero, más allá de esta pregunta tan obvia, la cuestión fundamental gira en torno a la plataforma desde la que los prelados hacen algunos de sus pronunciamientos pastorales. El cotejo de la actual instrucción de los obispos españoles con la aún no lejana pastoral de los vascos induce a sospechar que la luz con la que los pastores eclesiales tratan de iluminar el pensamiento de su grey no siempre es la que emana de la fe y el evangelio, sino que se filtra también la que derraman sobre la realidad las cambiantes mayorías sociales. Resulta sorprendente que las partes más polémicas tanto de esta instrucción como de aquella pastoral sintonicen de manera tan armónica con el pensamiento dominante de sus respectivos territorios.
Uno comprende que el mensaje cristiano ha de ser un mensaje encarnado. Pero, si tal encarnación implica la renuncia a analizar la realidad con ojos distintos de los de la mayoría, a contemplarla con una mirada de algún modo transcendente y, por tanto, chocante y hasta escandalizadora, uno se pregunta si la voz de los obispos -tan totalmente encarnada- aporta algo más a sus fieles que las encuestas o los artículos de opinión. Así no hablaba Jesús. Al asombro escandalizado que las palabras de éste provocaban en todos los que le escuchaban le ha sustituido el aplauso adulador que los escritos de los obispos parecen buscar y de hecho cosechan en los bandos de sus respectivos y siempre previsibles adeptos. ¡Con lo evangélico que todo habría quedado con una simple inversión de firmas, es decir, con que la instrucción de los obispos españoles la hubieran firmado los vascos, y la pastoral de los vascos, los españoles! Aunque sólo fuera por aquello de que el mensaje evangélico siempre ha de ir un poco a contracorriente.
Todo ello, claro está, en la hipótesis de que los votos en contra de la instrucción correspondan a quienes todos sospechamos. Porque podría suceder que, después de todo, las cosas no fueran como parecen. Imagínese, por ejemplo, el lector cuán cristiano sería su asombro y cuán evangélico su escándalo, si llegara a enterarse de que uno de los votos contrarios fuera nada menos que el del mismísimo obispo castrense. Entonces sí que se habría recuperado, en la voz de los obispos, ese eco disonante, estridente incluso, que siempre resuena en el lenguaje profético.
José Luis Zubizarreta, EL CORREO, 29/11/2002