Arcadi Espada: DIARIOS. El tratamiento periodístico del terrorismo

DIARIOS
El tratamiento periodístico del terrorismo
por
Arcadi Espada, periodista
Bilbao, 25 de noviembre de 2002

Voy a hablarles algo de mi libro, Diarios, y bastante del tratamiento periodístico del terrorismo. Para ceñirnos a la cronología, la cosa empezó en el año 1999, cuando en el diario donde yo trabajo, El País, propuse hacer un reportaje sobre el año 1980 y el modo en que lo habíamos vivido los españoles. Dicho año estaba escogido por una causa siniestra: porque era el año en el que habían matado a más gente en España no sólo el terrorismo de ETA, sino también otro tipo de terrorismos. Llegamos a calcular que en aquellas fechas morían víctimas directas o indirectas del terrorismo cada sesenta horas. Entonces, durante unas semanas me sumergí en la lectura de lo publicado por los diarios acerca de esa atrocidad prácticamente diaria para analizar cómo habían redactado los periodistas las informaciones en torno a semejante tragedia y cuáles habían sido los elementos retóricos del mensaje periodístico que nos había dado cuenta de esa muerte discriminada.

A decir verdad, me acerqué a ese trabajo sin ningún apriorismo. En 1980 yo tenía veintipocos años, y aunque por supuesto recordaba aquellos días, no podía saber el tratamiento periodístico que se les había dado. Ni siquiera cómo yo mismo o la sociedad española que en aquel momento trataba, más o menos vinculada a los sectores antifranquistas o progresistas de Barcelona, que es la ciudad donde vivo, habíamos recibido ese mensaje de muerte. Por tanto, no sabía qué era lo que me iba a encontrar. No obstante, aquel reportaje resultó ser increíblemente corto en comparación con el inmenso impacto que me causó la lectura de aquellos diarios, y llegué a la terrible conclusión de que estos periódicos del año 1980 se habían «tragado» la muerte. Es decir, no había en ellos ni rastro de la noticia que el terrorismo nos trae actualmente a los diarios españoles (como tampoco lo había diez, ocho o incluso cinco años atrás, si ustedes me apuran), a pesar de que hoy día hay muchísimas menos víctimas del terrorismo que en aquel año. En definitiva, la muerte aparecía, sí, pero disimulada. En modo alguno, los diarios españoles progresistas de la época, El País fundamentalmente, mas no sólo éste, no se percataban de lo que sucedía en España con respecto al terrorismo ni desde el punto de vista de la redacción ni desde el punto de vista del tratamiento tipográfico o de la selección de la información.

Pero no fue ésta la única conclusión a la que llegué. También me di cuenta de que el tratamiento de semejante asunto era, desde cualquier prisma, completamente indigno en lo referente al trato que las víctimas recibían. En aquellos momentos, tanto en el País Vasco como fuera de él, policías, militares, políticos y miembros de un grupo denominado, con eufemismos más o menos rimbombantes, más o menos atenuadores, «representante del régimen anterior» eran asesinados con asiduidad. Pues bien, el relato de sus muertes siempre solía acompañarse de coletillas del tipo: «en círculos de la población se le consideraba vinculado a sectores ultraderechistas», o «fue alcalde de la población en la época más dura de». Todas ellas constituían una serie de estrambotes indignos, y la verdad es que me sorprendió muchísimo encontrar esa falta de respeto no ya político, sino humano.

Y por último extraje otra importante conclusión, derivada de la anterior y contraria a ella: una muy amplia exhibición de las razones terroristas. En aquellos momentos, el diario El País, que si bien ahora es mi periódico también entonces lo era, aunque todavía no trabajaba en él, porque representaba mi mundo cultural y político, a mi generación, perfectamente podía dedicar su portada a un comunicado de ETA que explicaba las razones de la muerte de alguna persona en concreto. Y por si fuera poco, la exhibición del mensaje de los terroristas contenía aspectos curiosos tales como que acababa sabiéndose mucho más, en términos generales, de las circunstancias biográficas y personales de los asesinos que de las víctimas, a las cuales, insisto, se les solía enterrar con los estrambotes de «más o menos vinculados al régimen franquista o a la ultraderecha». El caso es que publiqué el reportaje del que les hablo en El País y causó un cierto impacto, tal y como demuestran las múltiples cartas a propósito de éste. Pero sin duda alguna el dato más significativo fue la respuesta, el feedback ante ese texto: la sorpresa de muchos colegas generacionales, de muchos coetáneos que se dedicaban a lo mismo que yo, al periodismo. Efectivamente, tanto en cartas como a través de comentarios personales, me contaban que se habían llevado las manos a la cabeza pensando cómo era posible que ellos hubieran escrito aquello.

Dos años más tarde, me puse a escribir este libro que se titula Diarios porque, como su mismo nombre indica, trata de los diarios o periódicos que un hombre lee y sobre los que día a día, durante la mayor parte del año 2001, escribe. Hablando en broma, suelo decir que en vez de un diario íntimo es un diario extimo, ya que se ocupa más de lo de fuera que de lo de dentro. La verdad es que está basado en mi propia lectura de los periódicos de dicho año, comprendidos, por tanto, entre el 1 de enero y el 31 de diciembre de 2001, y en mis anotaciones sobre todo aquello que me parecía susceptible de incorporarse a un análisis de lo real, que es un asunto intelectual centro de mi preocupación no sólo ahora, sino también desde hace ya algún tiempo.

Así, llegué al mes de agosto en mi redacción, y guiado por la lógica más o menos lógica del periodismo de que en tal mes no hay noticias, a pesar de que sí las hay (se declaran abiertas guerras civiles o se invade Praga, por ejemplo), en vez de dedicarme al análisis de lo acontecido aquel mes, retrocedí en el tiempo para examinar -pero ahora con mucho más detalle- los periódicos de la Transición y comprobar qué decían sobre el terrorismo. Es decir, se trataba de ampliar el ejercicio hecho dos años. Entonces, elegí también un año, 1979, igualmente atraído por un ritual siniestro: porque, entre otras cosas, desde la publicación del reportaje hasta mi elaboración de estos Diarios, se habían confirmado las sospechas de que el atentado contra el hotel Corona de Aragón había sido un acto terrorista, lo que situaba a ese año 1979, justamente anterior al que yo había examinado con tal propósito, en el macabro ranking de víctimas del terrorismo. De esta manera, tal inclusión significó cumplir básicamente con mis expectativas, aunque sin poder evitar la tentación de referirme a otros asuntos, eso sí.

El caso es que dicho capítulo dedicado al año 1979 ocupa exactamente unas quince páginas, y si bien no se las voy a leer enteras, sí les voy a comentar algunas de las entradas que yo fui componiendo a partir de ese año. La primera de ellas es del 7 de enero de 1979:

«El periódico -escribo yo- trae hoy una muerte especialmente inolvidable. Un guardia civil iba en su coche con su novia. Mientras estaban parados en un semáforo dispararon contra los dos y los mataron. Medio cuerpo del guardia civil cayó sobre el volante y apretó el claxon. El claxon estuvo sonando veinte minutos. La nota no aclara si dejó de sonar porque levantaron el cuerpo o es que se agotó la batería antes de que llegara alguien. Ha habido muertos hoy y los hubo el 3 y el 4 de enero. El primero de esos días mataron a un jefe del Ejército. La crónica era muy larga y con muchos detalles. A todas las víctimas las mataron jóvenes, agresores, autores, un grupo armado. Nunca terroristas ni asesinos».


«28 de enero de 1979

Matan a un ex alcalde de Echari Aranaz, un municipio vasco. Los vecinos informan a El País de que «la víctima estaba considerada, en algunos sectores del pueblo, como confidente de la Guardia Civil». Este estrambote, o parecido, suele ponerse en todos los muertos de tipo menor. Los que ocupan apenas media columna en el periódico. Funciona muy bien como tiro de gracia.

Yo recuerdo, de cuando leía en vivo estos periódicos, la extremada desazón que me invadía si, por cualquier causa que fuere, incompetencia o imposibilidad de los redactores, los periódicos dejaban de añadir el estrambote.

También recuerdo cuando mi madre me daba la noticia de cualquier atentado que yo preguntaba enseguida: «¿Civil o militar?»».

«7 de marzo de 1979

Llevo más de dos meses de crímenes. Aún no he encontrado que a sus autores los llamen terroristas. Todas las crónicas insisten en autores, jóvenes, comando, agresores y otros del mismo tipo. Veinte años después es difícil entenderlo. El terrorismo y los terroristas se han convertido en sujetos tan objetivables que casi los propios terroristas admitirían ser llamados así. Entonces no, es evidente. Entonces se gritaba Vosotros, fascistas, sois los terroristas, con lo que se pretendía librar de la carga ignominiosa del adjetivo al resto de criminales.

Sería interesante saber hasta cuándo duró eso. Al menos en El País, que era y es mi diario. En cualquier caso, no se trataba de una mera consigna formal. Hoy dice Juan María Bandrés en el periódico: «Yo no llamo terroristas a los que Martín Villa llama terroristas». Bandrés era entonces el dirigente de un partido independentista vasco y Martín Villa, el ministro de la policía».

«21 de abril de 1979

-Ésta es una reflexión enteramente mía. No hay ningunas comillas-. Convendría saber si entre las famosas e indiscutidas contribuciones de la prensa al restablecimiento de la democracia española estuvo la de camuflar cadáveres de guardias civiles, ex alcaldes franquistas, jubilados de la Brigada Político-Social, camareros parlanchines, cronistas locales o avezados chusqueros. Y por el contrario si fue asimismo contribución, su corolario inexorable, subir a la primera noticia de portada, con un apenas disimulado aire de reproche, sucesos como la trampa que la policía tendió a un dirigente terrorista, y que acabó ayer con su muerte en una glorieta de Madrid».

«16 de junio de 1979

ETA reivindica el atentado de la central nuclear de Lemóniz (un título de periódico). La muerte del trabajador se debió a motivos imprevisibles (y un subtítulo)».

«20 de junio de 1979

«Un comerciante chileno -escribe el periódico- que vivía en la localidad guipuzcoana de Irún desde hace dieciocho años fue abatido ayer por dos desconocidos […] Herido de muerte, Héctor Abraham trato de refugiarse detrás del mostrador, por lo que fue rematado por los agresores».

Se exponen las razones del abatimiento de Héctor Abraham. Es cierto que la locución al parecer introduce todas ellas, pero ésta es una estimable precaución deontológica y aun intelectual. Pudieron matarle, según la crónica, porque escribiera varios artículos cuya tesis de fondo fuera la defensa del régimen del general Pinochet, o por la amistad que le uniera a un concejal ya asesinado por los terroristas. Qué duda cabe de que son razones de peso y como tales las recoge el periodista, que aun acaba abundando las amenazas de muerte que, según noticias no confirmadas, había recibido el comerciante chileno.

Pero no me he quedado clavado en el texto por nada de eso, al fin y al cabo muy repetitivo. Me he quedado clavado en un por. Tal vez me esté volviendo loco. Pero todo el mundo debería leer esto como yo: «Herido de muerte, Héctor Abraham trató de refugiarse detrás del mostrador, por lo que fue rematado por los agresores».

Por lo que fue rematado, Héctor Abraham. ¡Encima quería escapar!

«Donde fue rematado». Esto es lo que escribiríamos los que quisiéramos haber escapado con él.

Es la diferencia de escribir desde el lugar del verdugo o desde el lugar de la víctima. El verdugo busca causas: Pinochet, o la amistad con guardias civiles, o la intolerable búsqueda de refugio. La víctima expone los hechos. No comprendo cómo les resulta tan difícil a algunos decidir el lugar donde trabaja un periodista».

«14 de septiembre de 1979

«El director de una oficina bancaria de Baracaldo -dice el periódico-, Modesto Carriaga, resultó muerto ayer en un atentado perpetrado a la puerta de su domicilio, al parecer por un comando de ETA militar. Prácticamente a la misma hora -ocho de la mañana-, un refugiado vasco, Justo Elizarán, fue abatido a tiros en la localidad francesa de Biarritz, resultando con heridas muy graves.

Este último hecho produjo nuevos síntomas de inquietud en el País Vasco. Medio millar de personas se concentraron ante el edificio de la Diputación de Vizcaya, en señal de protesta por el atentado».

No creo que haya muchas notas periodísticas, como esta de la portada de El País, que expliquen con tanta precisión lo que sucedió, en los periódicos que leíamos, durante la transición vasca, y por lo tanto lo que sucedió en la transición vasca y aún, por lo tanto, lo que sucede en la transición vasca. Ahí está todo: el cadáver olvidado, consuetudinario, vuelto a asesinar con la indiferencia, de Modesto Carriaga; las heridas de Justo Elizarán (luego moriría), nobles, capaces de despertar la legítima inquietud de los mejores y la conversión del medio millar en atrevida sinécdoque (bah, ¿no era cierto que todo lo podíamos?) del conjunto del País Vasco.

A veces pienso que lo escribían para que unos años después viniera y no tuviera dudas de lo que fuimos».

Y finalmente, mi última cita:

«20 de diciembre de 1979

La última víctima del año fue «una persona sencilla y afable que en ningún caso dio muestras de una determinada inclinación política». Por suerte -añado yo-, no era nada de todo lo contrario».

Ésta es la pequeña muestra de mi libro que les quería hacer, porque el libro es, a su vez, una pequeña muestra de la verdad de unos quince años, aproximadamente. Así que éste fue, con variantes completamente intrascendentes, el tratamiento que recibió el terrorismo en algunos de los diarios más importantes de España. Y a pesar de que se ha dicho, y es cierto, que la Transición española fue pacífica, no lo es que se pasó de un régimen autoritario a otro democrático con un coste de vidas y de haberes soportable para la trágica historia del país. Aunque los periódicos nos hagan creer lo contrario, esto es, que al menos en el País Vasco o a causa de algunos de sus problemas no se realizó un bárbaro y silenciado ajuste de cuentas, y reconociendo que desde luego aquí no hubo una guerra civil y que ni siquiera los mil muertos de ETA pueden considerarse el exponente de todo esto, de la lectura de esos diarios se exhibe de una manera bastante cruda que ese ajuste de cuentas sí existió. Y debo decirles que esta experiencia sobre el tratamiento del terrorismo llegó a conmocionarme hasta cotas inimaginables.


No obstante, retomemos el asunto porque, al fin y al cabo, nuestro tema de hoy es precisamente ése, el terrorismo como tal, algo de lo que se habla en los salones intelectuales no sin cierta ligereza. Seguro que ustedes han oído muchas veces a politólogos, semióticos, filósofos de lo cotidiano, en fin, a toda una serie de títulos nobles de la cultura, que silenciar el terrorismo es la mejor manera de acabar con él. E incluso habrán oído muchas quejas y lamentos interesados en bajar el diapasón o los colores de las informaciones referentes al terrorismo porque, según dicen, «se le da juego». Efectivamente, sin ninguna prueba, todos esos filósofos de lo cotidiano aseguran que el terrorismo se acabaría o al menos entraría en barrena si se limitara el efecto propagandístico, es decir, si los medios tuviéramos una actitud mucho más sobria con él. Naturalmente, éste es uno de esos lugares comunes y habituales en la práctica cultural y periodística que nos demuestran que forman parte de tópicos, de aquellas verdades que son moneda corriente y cuyo carácter empírico nunca nadie se ha preocupado de observar.

Pero es que además de ser seguramente falso, en España existe una prueba de todo lo contrario. Hasta la muerte de Miguel Ángel Blanco, por poner una huella en el camino, el terrorismo y sus víctimas han sido minimizados, y los asesinos, mitificados por activa y por pasiva. Y no me invento nada al afirmar tal cosa. Esto es la derivación de un análisis sobre los periódicos de la época. Y aunque no fuera así, aunque esa prueba o deducción posible no existiera, yo seguiría pensando que el terrorismo ha de ser exhibido en los medios. Es más, si se demostrara que la extinción del terrorismo lo aumenta o favorece también pensaría que éste debe estar en los medios, entre otras cosas, porque la dignidad de las víctimas así lo reclama. Es decir, no comparto ninguna de esas erudiciones a la violeta de muchos periodistas, profesores o no en universidades, que están tentados de convertir los periódicos en una suerte de parques temáticos en los que el mal nos exhiba. Yo creo que los periódicos no están hechos para divertir a nadie; los periódicos están hechos para dar cuenta de nuestra vida. Y evidentemente, en ese dar cuenta de nuestra vida, en ese espejo deformado o no al borde del camino, la violencia, la ira, la sinrazón, el irracionalismo, el crimen y la pena de muerte al fin merecen su lugar. Por eso, porque el mal está en la vida, creo firmemente que debe estar presente en los medios.

E igualmente debe aparecer en este libro, en algunas otras referencias que hay, que son muchísimas, acerca del asunto del terrorismo, a propósito de lo cual me gustaría hacer un comentario. No olviden ustedes que es un libro que sucede en el 2001, año en el que se registró el acto terrorista más espectacular de la historia. Entonces, por tal motivo y por lo que les decía hace unos instantes, en este libro insisto no sólo en que el terrorismo esté presente en los medios, sino también en que aparezcan en ellos los propios terroristas, e incluso los amigos de los terroristas. A mi modo de ver, siempre y cuando no se olvide una lección que a mí me parece importante, los terroristas han de estar en los medios como lo que son, es decir, como lo que les hace noticia. No hay nada más lamentable y patético que un futbolista en un programa de libros, y a la contra, nada más patético que un poeta retransmitiendo un partido de fútbol. En fin, nada más patético que todas estas escaramuzas, que todos estos enmascaramientos que se practican con la realidad, y nada más patético, naturalmente, que un terrorista en los medios como filósofo de la historia o como científico de guerra.

Un terrorista ha de estar en los medios como lo que es, ajeno a todo criterio moral, como lo que le hace ser noticia: la muerte, la diseminación de la muerte. Por lo tanto, creo que cuando algunos periodistas, tanto vascos como no, me preguntan qué hay que hacer en los medios con el mensaje terrorista, con las acciones terroristas o con ellos mismos, me parece que la solución está clara: atenernos a lo que son y a lo que es la materia prima de nuestro trabajo, esto es, la atención a los hechos y a lo que es estrictamente la noticia. Ustedes saben que una noticia no es nada más que una segmentación de la realidad, no determinada, por cierto, por los periodistas, sino por una multiplicidad de parámetros culturales. Y en esa segmentación, dicha realidad se ordena de mayor a menor. Eso es lo que forma nuestro querido artefacto llamado lead, la pirámide invertida en la que arriba está lo más importante y abajo está lo menos importante. Y naturalmente, en el acto terrorista lo importante es la destrucción de páncreas, cerebros, columnas vertebrales, corazones, familias, etc., y lo secundario son las causas, es decir, las metáforas. Por lo tanto, nada más sencillo sin siquiera la necesidad de llegar a enarbolar cualquier consideración moral: los terroristas han de estar en los medios por lo que les hace noticia, por la destrucción que llevan consigo. Ésa es la noticia terrorista y en ella es en lo que debemos convertir a los terroristas, porque de lo contrario suceden cosas tan terribles, lamentables e indignantes para la condición humana como las que estos días puede descubrirse en los diarios.

No obstante, a continuación, y para ir terminando, cambiaré de asunto. Dejaré de referirme al terrorismo vasco para referirme a la otra gran sangría, al otro gran «cáncer» europeo: la actividad de la mafia en Italia. Estos días, en los periódicos españoles se ha tratado de una manera provinciana, vergonzosa, minúscula, paleta, la condena en un tribunal de segunda instancia del que fuera máximo dirigente de la Democracia Cristiana y gobernante italiano durante cuarenta años, Giulio Andreotti. La noticia en concreto es que un tribunal de Perugia le ha condenado a veinticuatro años de prisión por el asesinato de Mino Pecorelli. Es una noticia de primer orden, puesto que, al menos que yo sepa, no hay demasiados presidentes de gobierno europeos condenados en firme por el asesinato de un periodista y por la connivencia con instancias mafiosas. Pues bien, ¿cómo han reaccionado nuestros diarios ante esa noticia? De dos maneras. La primera, soslayando la importancia central que para mí tiene ese hecho: es verdad que Fraga estaba en una cacería, pero supongo que algún lugar había en el diario para ocuparse de Andreotti. Eso, en primer lugar. Y en segundo lugar, lo que ya es muchísimo más indignante, ensalzando la supuesta calidad de «zorro» político del tal Andreotti. Todavía tengo fresco el perfil que un diario de este país publicaba sobre su figura, atribuyéndole las sucias y habituales metáforas (y digo «sucias» porque así son cuando encubren, y no cuando descubren), y componiendo un rostro de pillín capaz incluso de dar lecciones a los políticos españoles con esa frase tópica que utilizan los italianos para dirigirse a nuestros políticos: manca finezza. Y en general, todos los diarios españoles le han tratado como un zorrito hábil.

Pero quizá lo más indignante de todo sea que no sólo se le dibuja de tan burda manera a Andreotti, sino también a cualquier capo de la mafia. No en vano, aproximadamente cada 6 meses se publica algún reportaje sobre ésta en las páginas de algún coleccionable, de algún suplemento dominical. Por ejemplo, hace poco murió en Nueva York un tipo muy peculiar, un tal Joe Bananas, y ciertos diarios le dedicaron unas páginas muy graciosas comentando que era un hombre hermético y que representaba los valores transcendentales del cuerpo mafioso. Es decir, unas cosas realmente jocosas acerca de un asesino en serie. Y lo peor de todo es que está visto que sobre la mafia sólo pueden circular ese tipo de antropologías o de cómics hollywodienses que alejan la realidad de lo esencial. ¿Y qué es lo esencial de la mafia? Algo que les sorprenderá a ustedes mucho más que cualquier aventura cinematográfica de Bananas o cualquier guiño sobre el asesino Andreotti: que entre 1983 y 1993, esta organización fue la responsable, sólo en Italia, de la muerte de 10.000 italianos. Diez años, 10.000 italianos. Mil por año. Es decir, el conjunto de muertes que ETA ha provocado en España en veinticinco años -y perdonen ustedes la obscenidad de la aritmética tratándose de cadáveres-. Entonces, ese pilluelo, ese Joe Bananas y toda esa putrefacción periodística han conseguido que en el imaginario de todos nosotros prevalezcan todas esas metáforas perversas por encima de la cruda realidad de los hechos.

Estamos hablando de 10.000 italianos. Una guerra civil «tragada» también gracias, naturalmente, a los medios. Con esto no estoy diciendo, por supuesto, que el periodismo sea capaz por sí mismo de acabar con el terrorismo. El periodismo es uno de los instrumentos de los que el hombre se ha dotado para hacer su vida más libre y más digna. Por eso quiero dejar claro que la actitud de los periodistas no es suficiente para acabar con el terrorismo. Ahora bien, debemos procurar no asesinar dos veces a los muertos.


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Arcadi Espada, EL CORREO Digital 25/11/2002