Presentación del libro ‘El esencialismo democrático’, de José María Ruiz Soroa

Transcripción de las intervenciones durante la presentación del libro de José María Ruiz Soroa, el 24 de enero de 2011 en Bilbao, en un acto organizado por la Fundación para la Libertad. Con la participación del autor y de Emilio Alfaro Martínez y Vicente de la Quintana.

Vicente de la Quintana

Gracias por asistir a este acto de presentación del libro ‘El esencialismo democrático’, de José María Ruiz Soroa. Es fundamental para nosotros contar con su apoyo. Le agradecemos también a la editorial Trotta que haya permitido que la presentación se haga en este entorno, en Bilbao. Y en tercer lugar, gracias especialmente al conferenciante. Y es triple: por su mera asistencia, ya que tiene un problemilla de garganta; porque a mucha gente vinculada a esta Fundación nos acompaña en nuestra inquietud política, y sus artículos de El Correo y El País de la semana pasada han sido aplaudidos con las orejas, y ahora queremos hacerlo públicamente; y por la propia obra. El primer valor del libro es que en el debate político del País Vasco este tipo de obras nos hacen pensar que la controversia política todavía puede realizarse de forma civilizada. La ligereza con la que se lanzan conceptos en las tertulias políticas llama la atención, y por eso es de agradecer que alguien rescate temas esenciales de forma exigente e intelectualmente rigurosa.

Es innecesario presentar a José María Ruiz Soroa. Es amigo y colaborador de la Fundación, alguno de los capítulos de este libro ya se presentó aquí. En concreto una conferencia de hace escasos meses. Es catedrático de Derecho, como abogado es especialista en Derecho Marítimo, es licenciado en Ciencias Políticas, tiene experiencia como profesor universitario y este no es su primer libro. ‘Tres ensayos liberales’ es muy recomendable. En este que presentamos en concreto, se presenta a sí mismo como observador externo y escéptico y si lo leen, verán que es cierto. Esa definición no agota las características del autor; hay que decir que al leerlo yo puedo establecer un paralelismo entre el autor y alguien que está desactivando un explosivo. La frialdad con la que lo hace provoca escalofrío, su rigor, su calma, su calidad intelectual.

La obra es una recopilación parcial de trabajos publicados con anterioridad, algunos en la revista Claves de Razón Práctica. ‘El pueblo contra la Constitución’ fue materia de una de nuestras conferencias. El objeto son los conceptos problemáticos de la actual teoría de la democracia. Por ejemplo el del título. Esta expresión fue acuñada por el constitucionalista francés Dominique Rousseau, para definir a las escuelas de pensamiento que comparten el postulado de que existe la esencia de la democracia, el fundamento único y último, que es el puro autogobierno. Una concepción que entiende la democracia en su puro valor etimológico, el pueblo por el pueblo, y lo que no sea traducir eso a la realidad sería insuficientemente democrático.

Hago alusión a unas características de esta corriente señaladas por el autor en la introducción. La primera es elevar a utopía crítica lo que Sartori llamaba demoparticipación; ustedes saben que existen en nuestras democracias cierta tensión porque comparten conceptos que pueden ser contradictorios. Por un lado el principio liberal que habla de limitar el poder y por otro el democrático que fija la titularidad de este. Para el esencialismo, las cautelas liberales no son algo positivo, son sofocar la voluntad popular y su modelo ideal sería el ágora ateniense, el ideal de la democracia directa. Introducirían una oposición mucho más radical, no solo una tensión. Por ejemplo, entre Constitución y autogobierno entendido en el sentido más estricto, soberano, ven una oposición radical. Como en representación y participación, democracia representativa o directa. La primera es un sucedáneo para ellos. Les sonará. La idea de que la democracia consiste en el proceso, la deliberativa, que ahí hay que fijarse para decir si un régimen es o no democrático.

Y por último, el tratamiento que hace el autor sobre el derecho de secesión, me gustaría hacerle alguna consulta si surge el debate,. Es el aguijón del libro. Hay que decir que la característica principal del libro es la honestidad intelectual y ahí se demuestra. Arriesga. Se quema. Desciende de lo puramente académico a la plaza pública y acaba formulando una propuesta muy concreta. Según la escuela del esencialismo democrático, el derecho de secesión es una expresión ultrademocrática del autogobierno. El autor hace una crítica muy inteligente. Viene a decir, y es muy importante en el desarrollo del libro, que determinados conceptos políticos a los que uno está acostumbrado a oí (soberanía, pueblo, contrato social) son conceptos teológicos secularizados. Esto no es original del autor, hace una referencia a Schmidt, a Donoso Cortés. Con la Ilustración se eliminó a Dios del fundamento de legitimidad de los sistemas políticos y sin embargo, reintrodujo las verdades últimas, la afirmación de que existe y es posible encontrar una fuente última de legitimación del poder político. Soroa es un escéptico y lo pone muy en duda.

Y por último, se señala que ese esencialismo no es otra cosa que el intento fallido de autofundar la democracia en sí misma. Tiene mucho que ver con una vieja idea muy importante en la filosofía política. Es la de la legitimidad. Hace referencia a un texto delicioso de un autor de entreguerras: Guglielmo Ferrero. Escribió sobre esto mismo. El poder es la fuerza, por lo tanto la vieja pregunta es por qué unas personas obedecen a otras. Lo trata en ‘El poder, los genios invisibles de la ciudad’. El autor cita este texto para decir que los genios invisibles de la ciudad, los principios de la legitimidad, son convencionales y fluctuantes, se ajustan a la insociable manera de ser sociable del ser humano. Uno podría quedarse con la idea de que estos principios son entonces relativos, sometidos al análisis y la crítica racional y susceptibles de ser disueltos. Yo haría una puntualización. El propio Ferrero añade que “el espíritu revolucionario que es el que hace esa invocación que acabo de citar, acierta cuando afirma que son limitados, convencionales, fluctuantes y fácilmente rebatibles de forma racional; no se equivoca tampoco cuando afirma que son justos y ciertos, solo porque los hombres al discutirlos no sobrepasan un cierto punto, el punto más allá del cual se evidenciaría su debilidad. Pero se engaña y demuestra no conocer el mundo que periódicamente devasta cuando confunde esos principios con todas las convenciones frágiles que tanto abundan en la vida social. Y es que estos principios están dotados de una virtud mágica, por frágiles que sean, en el momento en que los hombres se dejen persuadir por el maligno para revolverse contar ellos, esos mismos hombres automáticamente resultarán presas del miedo, el miedo sagrado a la regla violada”.

El libro acaba con unas consideraciones que ya son más peliagudas, por el contexto en que se hacen, acerca de la soberanía vista desde una visión pluralista. En el sentido en el que Rowles defendía el pluralismo, el razonable. Sin llegar a disolver valores últimos que impiden que la sociedad se disuelva. En el último capítulo, sobre el derecho de autodeterminación, José María Ruiz Soroa avanza una propuesta que sin duda será polémica, pero que necesariamente tendrá que ser tenida en cuenta. Desde su publicación este libro es un clásico imprescindible.


Emilio Alfaro

Cuando a uno le embarcan en estas presentaciones, la duda es si hablar de la obra o del autor. Ya que el autor está aquí y nos hablará de la democracia y sus mitos, hablaré de él. Lo conocerán como abogado, como docente y como publicitas político. Yo lo descubrí en los comienzos de la pasada década. Me encargaba de la sección de opinión en la delegación vasca de El País y un día me llegó un artículo de él. Lo primero que me llamó la atención era que estaba muy bien escrito, algo que no es muy habitual y menos en los articulistas que parecen primerizos. Lo segundo el rigor y la precisión, aun menos habitual incluso en articulistas de renombre. Me puse en contacto con él para decirle que lo íbamos a publicar. Unas semanas después, segundo artículo y después tercero. Los dos confirmaron que estábamos ante una persona muy atenta a la actualidad y con una capacidad fuera de lo común para analizar los acontecimientos saliéndose de los caminos pateados, con un gran conocimiento jurídico político y un saludable nervio moral. Ni en su prosa ni en su estilo había exhibicionismo ni petulancia. Todo eso me llevó a sugerirle que nos conociéramos y charláramos en persona. Me contó entonces que llevaba con un compañero un despacho que atendía asuntos de derecho marítimo y sobre todo hablamos de política candente de principios de los 90: la zozobra tras el fracaso del pacto de Lizarra, la ofensiva de ETA, los balbuceos del plan Ibarretxe, la suficiencia autista del segundo mandato de Aznar…

En esa conversación me volvió a expresar sus dudas sobre si sus reflexiones eran de algún interés y de las dificultades de adaptarse a las dimensiones y los códigos de la prensa. Y yo le animé a que se prodigara más. Me dijo que estaba pensando en hacer la carrera de Ciencias Políticas. Pero no me dijo, supongo que por pudor, que estaba reconocido como uno de los mejores expertos en derecho marítimo de nuestro país y del extranjero. Y que por su despacho pequeño de Bilbao, codiciado por las grandes firmas, pasaban los casos más destacados como las catástrofes de Urquiola o del Mar Egeo. Fue en 2002 con el Prestige cuando lo descubrí. Me acordé de él y se lo comenté al director de El País. Cuando llamé a Jose Mari para pedirle que escribiera sobre el asunto, me respondió que no podía. Es que le acababan de encargar la defensa del capitán, me dijo.

Volvamos a su faceta de articulista y ensayista político. Se ha convertido en una referencia ineludible, en un guía altamente fiable en orientarnos en las controversias y debates de la política vasca y española; ha pasado a El Correo y Claves de la Razón Práctica y a foros de discusión en la Universidad y la plaza pública. A riesgo de ruborizarle, diré que es hoy uno de nuestros más destacados intelectuales. Tiene especial mérito en estos tiempos en los que esta figura no abunda. Lo ha demostrado en los debates que agitan a nuestra sociedad y abordándolos de forma radical, con mirada profunda no contaminada, que le permite desnudar los prejuicios y las verdades establecidas. Lo ha hecho tomando en cada ocasión una posición comprometida que no siempre y casi nunca ha sido alineada con la opinión mayoritaria. Se puede discrepar con sus postulados pero es imposible desatender y no tomar en consideración sus argumentos. La democracia, sus límites y sus vicios, la política lingüística, la foralidad, el concierto económico, la laicidad, la llamada memoria histórica, el indeterminado derecho a la autodeterminación y los desafíos de la modernidad son temas centrales de sus artículos y ensayos.

La obra que presentamos hoy aborda una vieja cuestión de plena actualidad. Podría haberlo titulado fundamentalismo democrático. La impugnación que suele hacerse de la imperfecta democracia, apunta, en nombre de una ideal está imbuida de espíritu religioso disfrazado de laicidad. Esto es absolutamente comprobable en nuestro país, donde la denuncia de las carencias reales o inventadas de nuestro sistema democrático se ha convertido en un mantra muy repetido en boca de quienes mantienen actitudes y objetivos radicalmente antidemocráticos.

No me extiendo más. Antes de darle la palabra debo felicitar a Trotta por editar este trabajo y les invito a ustedes a leerlo. No van a quedar defraudados.


José María Ruiz Soroa

Han conseguido ponerme rojo ambos amigos. Sobre todo los recuerdos con Emilio. Gracias por venir, perdonen mi resfriado y con él mi cabeza espesa y la voz escasa. Algo tengo que decir sobre la obra, evidentemente. Está escrita desde una concepción de la democracia y habla de otra distinta para criticarla. Soy de concepción prudencial de la democracia, entendida esta como un conjunto de reglas, valores, más o menos confusos, que provienen de distintas escuelas, de acarreo histórico complejo. No tomo ninguno como absoluto, sino que como Aristóteles, ningún principio se conoce verdaderamente hasta que se lleva la práctica. Desde aquí hablo del esencialismo, que entiende que la democracia es una forma de expresar ciertos principios o verdades últimos. Que son verdades o ideas bonitas, son atractivas intelectual y pasionalmente, y tienen un matiz heroico. Entre ellas, he tomado una que encarna a las demás: la democracia como la expresión ante y sobre todo de que el pueblo se gobierna a sí mismo. El pueblo por el pueblo. Y lo tomo para criticarlo. No digo que no sea eso, la democracia es eso. El problema es que no solo ni fundamentalmente. Y en nuestros días hay una tendencia a considerar que esa es su esencia y que todo lo demás son añadidos impuros que la historia o las fuerzas dominantes o la debilidad de la sociedad no ha conseguido eliminar.

Tomarse la democracia como una esencia es una fuente de conflictos. La idea de pueblo ya de entrada es válida siempre que no pensemos que es algo que existe, pero si tomamos la democracia como manifestación de la voluntad del pueblo y no de la tradición o de la prudencia, nos introduce en problemas irresolubles. Porque esta idea en el fondo lleva consigo una cierta concepción de la política: se entiende como una instancia que conseguirá reunir a la sociedad consigo misma, a la unidad esencial entre poder y pueblo que en algún momento se rompió pero que al final de la historia volverá. La política como algo capaz de dar sentido a la existencia humana, capaz de las grandes transformaciones para llegar al mito de la reunión final, como algo heroico, ha sido muy perjudicial para la política real, humilde, del día a día.

Cito en el texto una frase de Ralph Dahrendorf, el sociólogo, que dice que la democracia funciona bien si los ciudadanos no esperan demasiado de ella. Una verdad humilde. Muy profunda. La democracia, hay que aceptarlo, es en sí misma insatisfactoria. No es fruto de un momento, sino esencial. Es un sistema imperfecto y en continuo proceso de corrección por el viejo sistema de ensayo error. Pero le sientan fatal los intentos explosivos de corrección de las grandes ideas y principios, la regeneración que se nos promete a veces. La solución es más democracia, más participación, que el ciudadano se sienta más implicado, que se debata constantemente, se nos dice. No responden a una realidad por muy bonitas que sean y llevadas a la práctica dan más problemas de los que pretenden resolver.

Les presento tres de estas tentaciones de la forma de entender la democracia esencialista. La primera es la del ágora. El modelo esencial fue el que existió en la Atenas de Pericles. Los ciudadanos intervenían directamente en la plaza pública, discutían y decidían por votación. O una parecida de Marx sobre la comuna de París, que era otra cosa pero en la que participaba directamente el pueblo. Se nos propone pero nadie lo defiende como posibilidad real por puras restricciones de tiempo y espacio. Pero sigue siendo la utopía movilizadora y con la cual comparamos la realidad para reformarla. Y con ella nos autoflagelamos continuamente porque las decisiones las toma una elite elegida periódicamente de forma no plenamente satisfactoria. Desde esta forma de pensar, por ello, se nos dice que los ciudadanos modernos nos hemos vuelto idiotas en el sentido griego del término (personas que solo se dedican a la satisfacción de sus intereses y bienes privados y abandonan el manejo de lo público en la elite) porque se inventó la representación en la revolución americana y la francesa; allí se delegó el poder y se dio comienzo a un proceso paternalista en el que el pueblo pierde el poder y es menor de edad.

La democracia indirecta es todo lo más, según esta tentación, un second best. El segundo mejor. Tenemos lo que podemos tener. Un sustituto. No es cierto. Históricamente esa imagen del ágora ateniense y de los ciudadanos interviniendo en los público constantemente no existe. Había tantos idiotas como ahora. Participaba entre un 15 y un 30% de la población. Era de señoritos, participaban solo los hombres con ciudadanía ateniense. El resto estaban excluidos. Y además no es válida la imagen como ideal porque pensar que el pueblo solo, a través de asambleas, pudiera tomar decisiones no es correcto, no resiste un análisis a fondo. El pueblo solo es capaz de aclamar, como dijo Carl Schmidt; para que exista algo así como una voluntad popular en el sentido serio del término, no meramente un capricho o humor o temor, es necesario tiempo, espacio, un proceso dialéctico de interacción entre las personas y sus líderes, con la formación de partidos, la discusión, la propuesta y el análisis. Solo así se forma la voluntad. La voluntad no se puede encontrar directamente en la asamblea, lo sabemos bien quienes participamos en tantas en el Franquismo. La voluntad requiere distanciamiento y tiempo y eso solo lo da la democracia participativa.

Otra tentación es la de la sincronía. Es uno de los temas más apasionantes y del que menos se habla. La influencia de la percepción del tiempo de la sociedad en su forma de actuar. Damos por descontado que el tiempo es igual siempre y no es real. El tiempo cambia, se cuenta igual pero la percepción varía. Hoy vivimos momentos en los que la forma que tenemos de percibir el tiempo en nuestras sociedades aceleradas influye enormemente entre otras cosas en el estilo de gobernación. Los fenómenos con respecto al tiempo son catastróficos. El futuro ha desaparecido, durante un par de siglos en Occidente fue lo que proveía de sentido a la realidad, en busca de un determinado futuro que daba sentido al presente. Estábamos dominados por las ideas de futuro: socialista marxista, progresista científica, progreso liberal… El futuro hoy ha colapsado, se percibe en Europa solo como un tiempo de riesgo y de azar, no traerá nada bueno, no hacemos nada por él.

Y el pasado se ha vuelto casi presente, ponemos el sentido en él. Es el tiempo en el que librar las batallas ideológicas que no estamos dispuestos a librar por el futuro; y ahí está la memoria histórica. El que se ha hundido es el presente, ese momento breve cada vez se nos escapa más porque se ha acelerado. No nos da tiempo para afirmarnos y saber qué queremos. Así se presentan, aparentemente, más y más problemas acuciantes en la vida cotidiana. Más exigencia de decisiones a los políticos. La realidad a quienes nos gobiernan les tiene que tener asustados; cada día que se levantan es mirar a ver qué nuevo hecho trae la actualidad y tienen que pronunciarse y responder.

El peor problema es que los políticos se sincronicen con esa aceleración, la urgencia de responder a lo que es intrascendente pero aparece como enormemente importante. Lo peor es que los políticos den respuesta continua a esas peticiones que cada día dirige la realidad. Porque se produce una ilusión, la de que el político, gracias a los medios técnicos, puede conocer en tiempo real la voluntad de la sociedad. El mito del ágora se convierte en el mito de la instantaneidad. Como si pudiera responder en tiempo real. Lo que llega a través de esos sondeos no es voluntad, es capricho, es opinión poco reflexionada, miedos. Las encuestas, prescindiendo de los errores técnicos, recogen opiniones momentáneas. Y el político que se deja llevar por esta ilusión, difícilmente será un líder político; seguirá a la opinión, no se pondrá delante. Es una queja muy repetida que ya no hay líderes como los de antes, como los de la Segunda Guerra Mundial y posteriores. Personalidades importantes que fueron capaces de ponerse por delante y marcar objetivos. Esta falta de liderazgos, se cree, podría ser fruto de un problema biológico o sociológico de que ya no salen o surgen. Pero el problema es sistémico: no pueden ser líderes si se sincronizan con la realidad. Serán reactivos, no proactivos.

Además lo que el político recibe de la realidad mediante encuestas es un poder negativo, una obstrucción negativa. Dicen lo que la gente no quiere, no acepta o prohíbe. No quiero que bajen las pensiones o los sueldos. Lo que no hay son orientaciones positivas y eso lo necesita el político. ¿Qué propone usted a cambio de eso que no quiere? Eso las encuestas no lo cuentan. De ahí que el político convierta su política en una de gestos, de proximidad, de atención y cuidado a los perjudicados, que es en el fondo bastante caótica y puramente gestual. Los parlamentos producen leyes sin cesar, cada vez que hay un problema. Son irreflexivas, pocos pensadas, poco más que operaciones de imagen. Nada útil para solucionarlo.

La tercera tentación es la que pudiéramos llamas la tentación de la academia. Del saber. Responde a una cuestión muy de actualidad en el ámbito académico: la democracia como método de toma de decisiones, tiene valor epistémico o dicho de otro modo, la democracia es la mejor forma de tomar decisiones colectivas en lo que se refiere a su acierto. Naturalmente lo es por otras razones, pero me refiero a si nos garantiza que la solución que tomamos a través de sus sistemas es la mejor desde un punto de vista de la verdad. La tentación es decir que sí. Aristóteles lo dijo: hay más probabilidad de acierto en las decisiones de una asamblea que en la que toma un tirano o unos pocos nobles. Cuanto más se amplíe un jurado popular, si los integrantes tienen una propensión a acertar en la solución, más aumenta la posibilidad de acertar. Se han hecho experimentos. Galton puso a discusión cuánto pesaba una vaca concreta; descubrió que cuantos más participantes había, más cerca se llegaba en la media al acierto. Entre tres mis personas se acercaba la media en 200 gramos.

La teoría deliberativa de la democracia, desde un punto más serio, viene a decir lo mismo. Si los participantes son razonables y abiertos al cambio de opinión, se dará con la solución en un proceso deliberativo. A mi modo de ver todo eso son tentaciones, ilusiones. Es cierto lo que dicen estadísticamente, lo que pasa es que en democracia no se toman decisiones sobre opciones cuantitativas o sobre opciones binarias, sino que exige tomar decisiones sobre cuestiones complejas que implican valores y tienen soluciones variadas.

La teoría deliberativa es volver a la ilusión del ágora de forma distinta. En el ágora era el pueblo que se fundía consigo mismo al tomar decisión conjunta, ahora a nivel de la razón. Lo que pasa es que eso no existe, no existe en esas personas ni forma de que existan.

En la teoría de Habermas no queda sitio para el disenso. Si todos somos razonables, tenemos que llegar al acuerdo. Si no se llega, es que está cargado de mala fe, es un enfermo mental o es un verdadero malvado. En el fondo, como decía Norberto Bobbio, no sobre esta teoría pero respondiendo a la misma idea, si todos fuéramos razonables no necesitaríamos del gobierno. No lo somos, por eso tenemos gobierno y estamos discutiendo estos problemas. No haría falta la democracia.

La conclusión incómoda de esta constatación es que la democracia no es la mejor forma para acertar, es la mejor forma para tomar decisiones por otras razones. Porque nos trata a todos comos eres igual de dignos, porque nos toma a todos en cuenta, porque las soluciones halladas escuchando a todos son más eficaces por ser más legítimas, aceptamos mejor la decisión en la que hemos podido intervenir; y porque las decisiones por expertos están muy bien, pero quién se fía de ellos. Los intereses, los tentáculos del poder… Pero la democracia no garantiza el acierto de las decisiones, solo que sean aceptables y legítimas. Hay un déficit de sabiduría por definición. Es incómodo pero real. Por eso la toma de decisiones en democracia está rodeada de instituciones, burocracias, consejos asesores, tribunales constitucionales que intentan aportar inteligencia colectiva al proceso. La inteligencia no surge del proceso mismo. Y estas son instituciones vistas con mucha desconfianza por quienes creen que la esencia de la democracia es que la decisión la tome el pueblo directamente. Si no los ha elegido nadie, si son sospechosos de intereses ocultos… El problema es intentar desautorizarlos o incluso, como ocurre aquí, intentar someterlos a la lógica partidista a la que está sometido el proceso decisorio. Si las instituciones periféricas, que están ahí para aportar inteligencia y decisión colectiva, las sometemos al proceso democrático de yo nombro a cuatro y tú a seis, y dicen lo que queremos, pierden su valor. Si el Tribunal Constitucional dice lo mismo que el Parlamento porque sus miembros los ha nombrado éste, sobra.

El valor y la función de estas instituciones es enorme y por eso, en lo posible, deben ser mantenidas alejadas e imparciales del proceso democrático concreto si se quiere que la democracia no salga perjudicada. Gracias por su atención.


Coloquio


Público:

–Es un placer escuchar a este trío de intelectuales. Yo quería hacer una corrección, a lo mejor estoy equivocado, pero haciendo historia de las democracias representativas hay que recordar a los piratas antes de las revoluciones americana y francesa. Tenían su democracia representativa. Los hermanos de la costa tenían sus reglas. Parecía el absolutismo, pero funcionaba. Dos preguntas sobre los miedos. Los políticos tienen miedo al fracaso, manía de estar con los tiempos y las circunstancias y eso les hace tener miedo de estar descolgados. Y el segundo, me preocupa más, es el miedo de los partidos a la democracia dentro de los partidos. ¿Lo ha percibido?

Ruiz Soroa:

–El miedo a no estar al día es lo que llamo la tentación de sincronizarse. El miedo a la democracia de los partidos es un problema mucho más complejo. Creo que el defectuoso funcionamiento de la democracia española procede de eso en parte. No tengo en eso muchas ilusiones, una organización obedece a unas reglas casi inmutables, una ley de hierro. Acaba mandando el que tiene el acceso a la información y se produce una estructura muy poco democrática. Los partidos, en su interior y su reflejo externo, son lo que peor funciona del régimen político de estos últimos treinta años.

Teo Uriarte:

–Hoy he tenido un complejo de secuestrador, porque José María habría estado mejor en la cama que aquí, así que gracias por venir. Cuando el debate político nos ha llevado a una lucha casi de política basura, poder elevarnos a un debate teórico que tanta hace falta contra ello es fundamental. Una pregunta. Al final de tu planteamiento teórico das el salto al ágora y planteas una decisión en el tema: una especie de ley de la claridad al problema vasco. Una solución cuasi política. ¿Por qué?

Ruiz Soroa:

–Es una idea que en algún artículo hace años ya había esbozado. Mi presentador ha dicho que yo hablo del derecho de secesión, y no. No creo que exista. Lo dejo claro. No existe el derecho de autodeterminación como algo democrático. Pero existe el hecho y la posibilidad de la secesión. Es incómodo pero está y con él se tensiona el normal funcionamiento del Estado de las autonomías, la organización constitucional. Establecer un cauce por el cual esa secesión pudiera realizarse, reglado, establecido de discusión y toma de opinión de la sociedad, debiera existir y sería positivo. Cuando hace un par de años publiqué un artículo en este sentido en El Correo, Pedro Ibarra, con cuyas ideas no coincido en este aspecto, publicó uno diciendo que yo quería hacer referéndums de autodeterminación a sabiendas de que todavía lo ganaría porque aun no hay masa suficiente. No es esa mi idea. Ni ahora ni nunca, porque pienso que admitir la posibilidad en un plano legal, basada en una norma, los excluiría de la realidad. No se darían las condiciones en que una masa crítica social los pidiese. Regularlos, admitirlos como posibilidad no agradable o ilusionante, en vez de esconderlo bajo la alfombra, funcionaría como manera de acabar con esa autodeterminación como la vive la sociedad vasca. La mitad de nosotros la ve como un mito y la otra mitad como un tabú, los primeros como ese momento final de reconciliación del pueblo vasco, y es absurdo, el pueblo sería el mismo. La otra mitad lo ve como algo que hay que rechazar y eso tampoco es solución. Actuaría como una válvula para quitar presión al funcionamiento del sistema político.

Vicente de la Quintana:
–Ya que se ha abierto la espita… Es verdad que no habla de derecho de secesión. Quiere afrontar un tema que existe, la aspiración de parte de la población de un territorio de un Estado. Ese epígrafe está entre interrogaciones. Y el autor admite que esto podría ser un factor de inestabilidad pero que él cree que podría ser una válvula para eliminar el exceso de presión que suponen determinadas demandas irresponsables cuyo horizonte último es la secesión pero que mientras tanto aprovechan una posición de ventaja para ir sacando concesiones puntuales a un gobierno central. Entonces, le pregunto por una afirmación grave. Dice que ese derecho regulado garantizaría la plena democraticidad del sistema. Da por supuesto que no lo es. Y ese déficit lo advierte en que el sistema no está disponible para una transformación de ese tipo, o para minorías nacionales. ¿No sería democrático cerrar el sistema sobre determinados aspectos que no tienen un contenido democrático, como las fronteras? ¿Las aspiraciones soberanistas últimas pueden encontrar cabida si todos los artículos de la Constitución son regulables? Claro que en el capítulo anterior hace una crítica del concepto de soberanía recogido en la Constitución. Si el sistema no es bastante democrático porque depende de la opinión de los dos grandes partidos nacionales para reformar la Constitución y dar cabida al derecho de secesión, el procedimiento que formula Ruiz Soroa depende también de la tolerancia de los dos partidos nacionales, parte de una ley ordinaria. Y una objeción más de fondo, si me lo permite, caramba, si se concentra todo en el concepto de soberanía, la doma de la soberanía, y se concentra para disolverlo solo en el seno de la Constitución. Se habla de la ley de claridad canadiense, pero es que Canadá no tiene un artículo como el 2 de la Constitución Española que habla de la indisolubilidad. Si decimos que es fenecido en la Constitución, por qué dar entrada a una pretensión que es la emergencia de un nuevo ente soberano, por qué eso sí es ser más democrático.

Ruiz Soroa:

–Las ideas están para discutirlas, si no, no tienen valor. La democracia en un sentido histórico no es democracia, va alcanzando estadios en que se da cuenta de que lo que hasta entonces era legítimo ya no lo es. La democracia americana del XIX funcionó con esclavos y nadie pensó que no era democracia por ello. La propia democracia exige modificar los sistemas. Teniendo en cuenta que en nuestro sistema la soberanía ya no existe, se ha disuelto, parece difícilmente aceptable que sea intocable e irreformable. Que sea irreformable un elemento de la arquitectura que no tiene por qué serlo. Fronteras, territorios, la composición ciudadana no está revestido por sí mismo de un valor sustancial como sí lo están los derechos humanos. Todo debe ser discutible y reformable salvo el propio fundamento de la democracia. La arquitectura territorial no lo es. Tengo que admitir que en el caso español puede ser reformado con una serie de requisitos, que no están al alcance de quienes quieren la reforma. Ese procedimiento no nos vale. Lo que propongo es un sistema para incorporar esa posibilidad de reforma al arsenal legislativo español. Si digo que el Estado moderno es un Estado sin soberano, admito la posibilidad de que aparezca un ente soberano como Euskal Herria. Pero ya me preocupo de decir que se le debe exigir que responda al mismo principio de no soberanía de toda organización estatal. Que respete el pluralismo político y social de su ciudadanía como en el origen. Lo que la democracia no puede admitir es que en un proceso de secesión se produzca una pérdida de calidad democrática. Nunca será democrático secesionar un aparte del Estado si no va a ser tan democrático como el anterior.

Público:

–Sale uno un poco acomplejado, sin una base firme a la que agarrarse. Si se pone en cuestión la soberanía, la voluntad… ¿y por qué no somos como los norteamericanos, que yo conozco a muchos y nunca se preguntan estas cosas? Hablan de un legado que nadie cuestiona. Se vacunaron, quizá con la guerra de secesión. ¿No hay forma de elaborar y transmitir a un auditorio una idea troncal de qué diablos es la democracia?

Ruiz Soroa:

Me temo que no. Savater decía que a todas las cuestiones complejas de la Humanidad siempre ha habido alguien que ha encontrado una solución clara, nítida, sencilla… y desgraciadamente equivocada. La democracia somos nosotros, en tanto y cuanto nos consideremos ciudadanos. Lo demás son reglas, procesos, que van mejorándose en un recorrido complejo. Me encantaría que nadie impugnara la territorialidad, que tuviésemos un ‘nosotros’ como los americanos. Y los ciudadanos tienen derecho a no sentir eso, a formular su desentimiento y su demanda. Habrá que pensar en los cauces para poder tratarlo de forma civilizada y rutinaria, no apasionada ni taumatúrgica. En EE UU tuvieron una guerra civil para discutir eso: un ‘we, the people’, o dos. Y fue una guerra mucho más sangrienta que cualquiera de aquellas en las que ha participado en el resto del mundo.

Editores, 23/2/2011