«No hay espectáculo más lamentable y descorazonador que el ofrecido por aquellas personas que actúan política y socialmente prisioneras de una identidad totalizante que otros les han forjado para manejarlos con mayor facilidad». Estamos ante un claro desafío frontal al nacionalismo secesionista, un libro blanco de nuestra realidad nacional.
España como proyecto
El topónimo «España» representa para muchos una especie de maldición telúrica de la que hay que inmunizarse portando alguna pata blanca de conejo o recitando monótonas letanías ancestrales. Sin embargo, es bien conocido que la superchería callejera no combina demasiado bien con el reposado sentido común, de la misma manera que el sentimiento romántico y retropatriotero no parece ser el mejor compañero de viaje para la ilustrada y analítica racionalidad.
Si reflexionamos con sinceridad y buena voluntad, no puede afirmarse que existan grandes diferencias entre los nacionalistas que se consideran afectados por la maldición de la «españolización» y que recurren, consecuentemente, a los remedios propuestos por su particular nigromante(envolverse en sus banderas regionales –muchas de ellas de reciente manufactura- y entonar con la mano en el corazón himnos que ya resultan incluso pedantes y cansinos) y entre los que se creen aojados y recurren, consecuentemente, a los ungüentos de su particular chaman: las tan traídas patas de conejo, las irrisibles letanías purificadoras y demás ridículos caldos consagrados.
De todas formas, estas consideraciones propias de un medievo supersticioso carecerían de importancia si su única finalidad fuera la de reventarnos los tímpanos con su aburrida, exaltada, primitiva, demagógica, desfasada y autocomplaciente retórica. Pero no, estos nacionalismos, cuyas justificaciones de subsistencia se desmoronan ante el mínimo análisis crítico, actúan en todo momento como batuta «de lo políticamente correcto», dirigiendo a nuestros filarmónicos políticos nacionales. Y marcan el compás y los ritmos a pesar de estar en flagrante minoría (no llegan ni a un séptimo del parlamento) y de buscar, como objetivo máximo, la destrucción de la Nación histórica en la que se ha desarrollado toda su vida y también la de todos los ascendentes de los que sean capaces de acordarse.
Con todo, la «inercia histórica» no parece ser un argumento suficiente para lograr la conversión de estos frustrados sastres cartográficos. Es un argumento de peso, pero insuficiente para saciar la voracidad de los famélicos carroñeros centrífugos. El fondo del problema subyace en una dual concepción de la nación.
Por una parte, encontramos la nación entendida como la autorrealización de la esencia cultural de la tribu, magnificada hasta niveles cuasi divinos y dotada con la trascendencia que, por derechos preexistenciales, merece. El pueblo adquiere naturaleza antropomórfica y monoteísta. Es el único individuo de facto; su visión del mundo (coincidente con el ideario del partido nacionalista gobernante) debe ser la visión de todas sus partes. En definitiva, no se entiende al pueblo como la comunión de todos sus ciudadanos, sino como la encarnación física de éstos. Por supuesto, bajo este prisma es el pueblo el que tiene derechos y no el individuo, quien, si tiene suerte queda en un régimen blando de heteronomía ante los designios del todo único homogéneo, y si no la tiene, se le reduce y se le elimina como sujeto independiente. Estas ideas son el suero fundamental del nacionalismo segregacionista y se entronca con la tradición colectivista del socialismo.
Por otra parte, hallamos la nación concebida como garante de las libertades de cada individuo, instrumento óptimo para lograr engrandecer el presente y el futuro de cada uno de sus ciudadanos. La nación no se entiende en ningún caso como un fin o un ente en sí misma, sino como el marco adecuado para que cada individuo pueda desarrollarse libremente, alcanzando en su vida privada aquellas metas que se marque. El único sujeto válido y trascendente es el ser humano. Sin embargo, las personas pueden cooperar entre sí, hermanarse y ayudarse, pero nunca perdiendo su propia realidad. Estos pensamientos conforman el tantas veces malinterpretado patriotismo y nacen del liberalismo anglosajón.
Aleix Vidal-Quadras las ha definido exquisitamente, dándoles nombre: a la primera la llama nación-esencia y a la segunda nación-proyecto.
He de confesar que me proporciona un particular agrado reseñar una obra de Vidal-Quadras, a mi entender uno de los mayores intelectuales con los que cuenta España. Pero la grandeza del libro «Amarás a tu tribu» no reside únicamente en el autor sino, sobre todo, en su contenido. Una defensa clara, contundente y sin complejos de España, definida como una realidad histórica innegable, sobre la que se asienta la Constitución, y como una nación-proyecto irrenunciable. Sólo bajo ciertas patologías suicidas alguien podría decidir su adscripción voluntaria a la causa de destruir España y su democracia (que cumple absolutamente con su objetivo máximo, defender la libertad de sus ciudadanos) para pasar a engrosar la grasa uniforme de un cuerpo nacional esencialista.
El ensayo es un conjunto de discursos, conferencias o escritos que Vidal-Quadras realizó desde 1994 hasta 1997. Sin embargo, la genialidad del autor y la universalidad atemporal de sus pensamientos le confieren, sorprendentemente, un carácter unitario, coherente y progresivo.
Tal vez la obra pueda resumirse en esta magistral y brutal sentencia de Vidal-Quadras: «No hay espectáculo más lamentable y descorazonador que el ofrecido por aquellas personas que actúan política y socialmente prisioneras de una identidad totalizante que otros les han forjado para manejarlos con mayor facilidad». Estamos ante un claro desafío frontal al nacionalismo secesionista, un libro blanco de nuestra realidad nacional. La mentira orgánica del nacionalismo ha sido desvelada, ¿seremos capaces de plantarle cara?
Ficha:
Título: Amarás a tu tribu
Autor: Aleix Vidal-Quadras
Editorial: Planeta, Barcelona, 1998
232 páginas.
Juan Ramón Rallo Julián. liberalismo.org, 24/2/2006