Todo el mundo espera que ETA y Batasuna renuncien a practicar la violencia y a justificarla, pero la intensidad del deseo no puede engañarnos sobre su realidad actual. Hacer trampas al solitario es una distracción inocente, pero hacerse trampas uno mismo en una timba en la que te juegas los cuartos con unos tahúres, es la forma más segura de perder la partida.
Primero fueron las palabras de Joseba Permach sobre el ataque contra el negocio de un concejal de Barañáin y ahora las declaraciones aparentemente sentimentales de Arnaldo Otegi sobre las víctimas ajenas. En los dos casos, desde el Gobierno y las filas socialistas se ha reaccionado como si Otegi y los suyos se hubieran caído al fin del caballo de la violencia y, de golpe, se les hubiera encendido la luz del comportamiento democrático.
Portavoces socialistas han visto, incluso, indicios de arrepentimiento en las palabras del portavoz de Batasuna, cosa que, desde luego, no ven ni el interesado ni la izquierda abertzale. La frase que ha provocado tales reacciones es la siguiente: «Ha sido un error hacer ver que el dolor de los otros nos daba igual». Otegi puntualizaba en la edición de Gara de ayer que la expresión completa era que «había sido un error no romper la barrera impuesta por los medios de comunicación que hacían ver que la izquierda abertzale era ajena al dolor de los demás». Es decir, que era un problema de comunicación, de transmisión del mensaje, no de la actitud política de fondo de apoyo a la violencia. No tenían nada que reprocharse a sí mismos, sino que, al final, era un reproche a los medios.
Un analista del periódico abertzale calificaba de «castillo de fuegos artificiales» y de «alarde pirotécnico» la reacción del Gobierno tras las palabras del portavoz de Batasuna, reacción con la que se pretendería simular una «supuesta evolución positiva» de la izquierda abertzale, en palabras de Gara. El propio Otegi acusaba ayer al Ejecutivo de buscar «deliberadamente hacer pasar por novedades posiciones que la izquierda abertzale ha mantenido siempre».
Es un error presentar como novedad histórica cualquier declaración de Batasuna en la que este partido se lamente de las consecuencias del terrorismo, porque no es difícil encontrarlas en las hemerotecas. El 21 de enero del 2000, cuando ETA rompió la tregua con el asesinato en Madrid del teniente coronel Pedro Antonio Blanco, Euskal Herritarrok -nombre electoral de la Batasuna de entonces- lamentó la pérdida de una vida humana y dijo compartir «los sentimientos de conmoción que en este momento embargan al conjunto de nuestros ciudadanos».
Lo trágico de ese discurso es que resultaba perfectamente compatible con el arropamiento del terrorismo, con la cobertura de la violencia y la solidaridad con los pistoleros que la practicaban. El discurso de apariencia humanista iba de la mano del discurso justificador del crimen. Si algún episodio reflejó gráficamente esa doble y cínica dimensión fue el ocurrido con motivo del asesinato del columnista José Luis López de la Calle, en mayo del 2000. Al día siguiente del atentado, en la misma localidad en que ETA había matado a López de la Calle, Arnaldo Otegi compareció ante los periodistas para lamentar «profundamente la pérdida de la vida de un ser humano», al mismo tiempo que realizaba unas disquisiciones sobre el papel de los periodistas en el conflicto vasco que resultaban absolutamente justificadoras del crimen.
Todo el mundo espera que ETA y Batasuna renuncien de manera definitiva a practicar la violencia y a justificarla, pero la intensidad del deseo de que se produzca esa evolución en la izquierda abertzale no puede llevar a engañarnos sobre su realidad actual. Hacer trampas al solitario es una distracción inocente, pero hacerse trampas uno mismo en una timba en la que te juegas los cuartos con unos tahúres reconocidos es la forma más segura de perder la partida.
La pregunta que cabe hacerse ante esta situación es qué clase de evolución política es aquella que para ser comprendida necesita que sea explicada continuamente por terceros y que no se entiende por sí misma.
Florencio Domínguez, LA VANGUARDIA, 10/5/2006