La crítica a la imposición del euskera se homologaba al rechazo franquista a la cultura vasca. De esa homologación se sigue hoy sirviendo el nacionalismo, que se agarra a la batalla lingüística como a un clavo ardiendo, y no por convicción sino, entre otras razones, porque la ve más fácilmente legitimable que la batalla ideológica, que ya empieza a perder gracias a Ibarretxe.
La historia de las imposiciones linguísticas en el País Vasco es la historia de la insolidaridad. No deja de ser una paradoja que, habiendo tanto profesor universitario comprometido con el Movimiento Cívico y con la causa de la libertad, jamás haya salido, sin embargo, de ese colectivo docente un mínimo gesto de apoyo a los profesores de Instituto que vienen siendo apartados de su labor por no dominar el euskera desde la década de los noventa, o sea desde los mismos gobiernos de Jáuregui y Ardanza. En ese silencio insolidario han influido a mi juicio tres factores a iguales partes. Uno de ellos ha sido, sin duda, el del típico sentimiento de superioridad del profesorado universitario frente al de la Enseñanza Media. El resultado de dicho sentimiento es que ahora la purga ha llegado al propio ámbito universitario y que se ha cumplido a rajatabla el viejo refrán castellano de «cuando las barbas de tu vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar». Otro factor tampoco nada desdeñable es que tal discriminación lingüística contó en su punto de partida con la bendición y la complicidad de ese PSOE con el que sintonizaba la inmensa mayoría del colectivo docente. Lo que en el profesorado de la Universidad era silencio en el de los institutos era sensación de indefensión no ya laboral sino incluso ideológica, esto es sensación de verse traicionados por los propios compañeros de viaje ideológico. En la época en que surgió la Ley de Perfiles Lingüísticos se hizo famosa una frase de los profesores de Enseñanza Media que se veían obligados a trabajar en los comedores de los centros o a abandonar el País Vasco: «yo es que ya no tengo míos». Y es que «los suyos» eran los que les echaban de su tierra. A su vez ese socialismo fue traicionado por el propio nacionalismo con el que trataba de congeniar. El PNV acabó en Estella mientras ETA atentó contra Buesa y Recalde, los dos consejeros de Educación socialistas que bendijeron los planes de euskaldunización. Finalmente, había un tercer motivo que invitaba al silencio insolidario: la crítica a la imposición del euskera se homologaba al rechazo franquista a la cultura vasca en general. De esa homologación se sigue hoy sirviendo el nacionalismo vasco, que se agarra a la batalla lingüística como a un clavo ardiendo y no por convicción auténtica sino, entre otras razones, porque la ve más fácilmente legitimable que la batalla ideológica y moral, que ya empieza a perder gracias al desprestigio de Ibarretxe.
Tampoco Ibarretxe es un verdadero convencido en esa batalla. Ibarretxe no aprendió euskera hasta que no le hicieron lehendakari (es decir, que necesitó del aliciente del poder para cumplir como «buen vasco») y tiene además un padre que tuvo que usar auriculares para escuchar en el Parlamento de Vitoria su discurso sobre el Plan de Libre Estado Asociado. La imagen de los cables descendenciendo de la chapela del anciano en un banco del hemiciclo alavés explicita perfectamente la farsa de una ciudadanía que ha tenido treinta años de libertad para aprender esa lengua y a la que habría que considerar «refractaria a cualquier conocimiento intelectual» si damos por hecho que su interés por ese aprendizaje es sincero y no una simple pose marcada por la propaganda o el miedo. Una ciudadanía que, según datos del Eustat, el organismo de estudios estadísticos del Gobierno Vasco, sigue anclada en el 11% de uso social del euskera después de tres décadas de gastar 20.000 millones de pesetas al año.
Iñaki Ezkerra, LA RAZÓN, 31/7/2008