El margen de actuación para aliviar los agravios regionales -salvo que se quiera hacer más desigual la distribución personal- es muy estrecho. Si se sobrepasa, el potencial de desarrollo económico de España, Cataluña incluida, se verá disminuido; y con él, la legitimidad misma del sistema democrático.
FUE Keynes quien, al concluir su magna Teoría general, escribió que «las ideas de los economistas…, tanto cuando son correctas como cuando están equivocadas, son más poderosas de lo que comúnmente se cree», para añadir inmediatamente que «los hombres prácticos, que se creen exentos por completo de cualquier influencia intelectual, son generalmente esclavos de algún economista difunto». Personalmente, siempre tuve la sensación de que Keynes había dado un tono de exageración a esta observación final de su obra; pero al enfrentarme una vez más a la reflexión acerca de las exigencias que Esquerra Republicana de Catalunya plantea al PSOE para mantener su apoyo en el Congreso de los Diputados, me doy cuenta de mi error, e incluso aprecio el acierto de esa otra alusión keynesiana a los políticos «que oyen voces en el aire, (y) destilan su frenesí inspirados en algún mal escritor académico de algunos años atrás».
La cuestión que me interesa con relación a esas exigencias nacionalistas es la que alude a la publicación de las balanzas fiscales de las Comunidades Autónomas, a partir de la cual ERC pretende demostrar -acompañada en esto por sus socios del Gobierno catalán- que la contribución de Cataluña a la redistribución interregional de la renta española es excesiva. Y el economista difunto no puede ser otro que Ramón Trias Fargas. Este profesor de la Universidad de Barcelona fue quien, en su Introducción a la economía de Cataluña, basándose en algunos trabajos precedentes sobre la balanza de pagos de esa región, argumentó que el ahorro generado en ella era superior a la inversión, y que tal situación perjudicaba su desarrollo económico. Imbuido de una idea más bien autárquica, propuso que para impulsar el crecimiento catalán era necesario «ahorrar más y procurar perder el mínimo posible de nuestro ahorro fuera de Cataluña», lo que se habría de lograr disminuyendo al máximo el déficit fiscal. Y, sobre esta base, pretendió asentar un «nuevo regionalismo» cuyo carácter populista vendría determinado por el hecho de que en él confluirían los intereses de «la Cataluña de los ricos y la Cataluña de los pobres», pues «cuando decimos que el ahorro catalán debe permanecer en Cataluña, decimos algo que le conviene al empresario… y decimos algo que igualmente conviene al asalariado». Ni que decir tiene que Trias, como cualquier otro populista, eludió el molesto problema de la distribución de la riqueza señalando que «una vez incrementada la renta regional, veremos cómo la repartimos». Y concluyó, para reafirmar el carácter interclasista de su nacionalismo, proclamando que «el catalanismo como exclusiva de la burguesía ha terminado».
Partiendo de estas ideas tan simples, publicadas al comienzo de los años setenta, se asentó el populismo nacionalista que floreció con la transición a la democracia y que impregnó tanto a la derecha como a la izquierda catalanista. Y, con él, la cuestión de la balanza fiscal se convirtió en uno de los tópicos relevantes en los que confluyeron los programas políticos de ambas corrientes. Era, además, un tópico ilusivo, pues prometía a los ciudadanos su enriquecimiento sin hacer nada: simplemente había que evitar que el ahorro de Cataluña se transfiriera al resto de España. No sorprende por ello que, como ha destacado el profesor Ángel de la Fuente, «exista la tentación de utilizar las balanzas fiscales de manera demagógica, manipulándolas para excitar la indignación ciudadana ante agravios reales o supuestos con la esperanza de obtener rendimientos electorales».
Pero ¿cómo es posible esa manipulación si, aparentemente, estamos ante un concepto objetivo? Pues porque tal «objetividad» es también una ilusión y nos encontramos aún muy lejos de haber establecido una metodología estandarizada para calcular las balanzas fiscales regionales y determinar así la diferencia que hay entre la contribución de los ciudadanos de cada región a los ingresos de las Administraciones Públicas, y los beneficios que esos mismos ciudadanos obtienen a partir de los gastos que realizan esas Administraciones. Para empezar, tales gastos pueden imputarse territorialmente teniendo en cuenta cuál es su localización geográfica o bien considerando dónde habitan sus beneficiarios. Por poner sólo uno de los múltiples ejemplos existentes, según el primero de esos criterios el coste de la base naval de Cartagena se atribuiría a Murcia, pero de acuerdo con el segundo habría que repartirlo entre todas las Comunidades Autónomas debido a que la actividad de ese establecimiento militar proporciona un servicio de defensa a todos los españoles. Pero las complicaciones no acaban ahí, pues además, para cada partida de gasto, hay que emplear un criterio de reparto regional; y muchas veces son varias las posibilidades entre las que elegir. Esto último conduce a que los resultados del cálculo puedan acabar siendo extremadamente diversos, tal como ha demostrado el profesor Ramón Barberán, quien, por mencionar sólo el caso de Cataluña, señala que el saldo fiscal de esta región, estimado según las diferentes reglas de cálculo utilizables, tiene un recorrido que va desde una cifra positiva equivalente al 0,4 por ciento del PIB a otra negativa del 7,9 por ciento de este agregado macroeconómico.
Por tanto, al tratar de establecer cuál es el saldo fiscal de una región, son varios los resultados que pueden obtenerse, pues son también varias las orientaciones metodológicas que pueden seguirse. Éstas dependen, a su vez, en algunas ocasiones, de las simpatías políticas de quien las adopta. Por ejemplo, es el caso del profesor López Casasnovas, catedrático en la Universidad Pompeu Fabra, quien, con toda claridad, señala su interés en establecer, para el cálculo del saldo catalán, un «escenario soberanista… (con) derechos de recaudación y de participación en beneficios por parte de los diferentes territorios». Su metodología -que incluye algunos elementos de contabilidad creativa- conduce al resultado de un déficit del 8,4 por ciento del PIB de Cataluña. O sea, 9.000 millones de euros; una cifra ésta coincidente con la que reclama ERC.
Pero más allá de los virtuosismos contables, lo que está en juego con la discusión de las balanzas fiscales es la integridad y legitimación del Estado democrático en España, a la vez que la unidad y la dimensión del mercado interior nacional. Para entender esto, basta con tener en cuenta que, como puso de relieve el ya citado profesor De la Fuente, tres cuartas partes de los flujos interregionales derivados de la actividad del sector público se deben a la redistribución personal de la renta -en virtud de la cual se hace más equitativo el reparto de los frutos del desarrollo económico, lo que hace más aceptable el sistema político, por una parte, y amplía el tamaño del mercado, haciéndolo más uniforme, por otra-; otro ocho por ciento financia la creación de bienes públicos de carácter nacional y la regulación de la economía -lo que también tiene efectos legitimadores-; y sólo queda una sexta parte para los gastos en los que cabe la aplicación de criterios discrecionales de reparto territorial. Por tanto, el margen de actuación para aliviar los agravios regionales -salvo que se quiera hacer más desigual la distribución personal, como corresponde a la reaccionaria propuesta de ERC y las otras fuerzas políticas catalanas que la secundan- es muy estrecho. Si se sobrepasa, el potencial de desarrollo económico de España, Cataluña incluida, se verá disminuido; y, con él, la legitimidad misma del sistema democrático. Entonces, nadie podrá entender que, para llegar a tan pernicioso resultado, quienes tienen la responsabilidad de la gobernación del país hayan emprendido una reforma institucional orientada a dar satisfacción a las pretensiones nacionalistas.
Mikel Buesa es catedrático de la Universidad Complutense de Madrid.
Mikel Buesa, ABC, 13/4/2005