El país del guindo

SERAFÍN FANJUL / Miembro de la Real Academia de Historia, ABC 21/09/13

· Los chicos de la moqueta andan desorientados, porque su fórmula mágica para apaciguar a la burguesía catalana – darles dinero y garantías de exclusividad en su feudo– parece estar en entredicho, con los buenos resultados que diera en el pasado. No entien que, además de móviles económicos, existen ideas y sentimientos.

Desconozco la razón por la que nuestro imaginario popular eligió el guindo como referencia para señalar tontería, credulidad, ignorancia no poco culposa; ser un pisaverde, vaya, que de pronto descubre como gran hallazgo algo que era evidente y no poco nocivo. Tal vez la escasa altura, o la facilidad que brindan sus ramas para trepar por ellas, como sabe cualquiera que de rapaz haya triscado por árboles propios y ajenos: no sé. Pero lo importante es la alta cifra de caídos del guindo que presenta la España actual, y, sin embargo, muchos de los concernidos –los situados en las más comprometidas posiciones para el bien, o el mal, de la república, que diría el clásico– persisten en su táctica suicida de no enterarse de nada. Y con ella nos hacen el haraquiri a todos. Impertérritos.

No saben qué hacer y se refugian en la única práctica que de veras conocen: negar e ignorar las evidencias adversas. Y no saben porque los unos no tenían en su temario de oposiciones ninguna receta para conjurar sin costes y sin esfuerzo (condición imprescindible) un movimiento sedicioso, por mucho que las siempre desoídas Casandras lo anunciasen; y los otros, los avispados aparat

chiks progresistas, porque toda su atención y vigor están absortos, de boquilla, desviviéndose por las ballenas del Índico o las mariposas cornudas de Michoacán. Pero todos remolonean hasta para caerse del guindo, no sea que abajo no haya moqueta, o falten las mariscadas horteras.

En el asunto de Cataluña –lo más grave acaecido en España desde 1975– está todo dicho. Demasiadas veces y demasiado claro. Quienes permanecen en el guindo es –digámoslo como el pueblo español– porque les da la gana, escondidos entre el follaje esperando que pase la tronada por sí sola: sólo queda actuar, pero «los hechos» de que hablaba la señora Sáenz de Santamaría no se ven por ninguna parte, no más palabrería huera y declaraciones de buenos deseos. E ignoro si entre «los hechos» incluye la señora vicepresidenta que su compañero ministro del Interior y su presidente del Gobierno no fueran capaces, en un alarde de coraje, de defenderla en la intimidad de su hogar. Y a unos cuantos conmilitones más. Porque «hechos» de signo contrario, que horripilan por la inoperancia de quienes los consienten, sí se están produciendo a diario, normalizados ya como algo consustancial a nuestro paisaje: montes, páramos, basura y… grescas e insultos cotidianos contra la Nación. Los españoles somos así de graciosos.

Se ha llegado a la bajeza, fuera de toda disculpa e independientemente de que seamos monárquicos, republicanos o seguidores de Bábak al-Jurrami, de ofender y abuchear a la Reina, una de las pocas personas merecedoras de respeto y consideración en nuestra vida pública. Y no perderé el tiempo comentando el «hecho» en sí, basta recordar que la chusma que tal hizo (han repetido) está envalentonada por el anonimato, el número y la permisividad creciente de todos los gobiernos ante actos de tal jaez. Nunca se responde a los desmanes: atacar a los símbolos, al Jefe del Estado, a los sentimientos religiosos o patrióticos siempre sale de balde. Y las supuestas autoridades responsables, bien amarradas al guindo. Y a las guindas. Actitudes similares, en otros países civilizados se cercenan de raíz y sin titubeos, pero –en España– por doquiera que tú vas el berrido va contigo: no hay ministro o cara conocida de derechas que no tenga garantizada la bronca. Injurias a la bandera, al himno, al Rey, a la mera palabra España, de todo se hace ludibrio, con gran regocijo de la izquierda, que se frota las manos y cree encontrar una satisfacción histórica en el aperreamiento del enemigo de antaño, ahora arrugadito y encogido (¡con mayoría absoluta!): aún estamos esperando que Rodríguez y Pérez condenen, por lo menos de modo formulario, los acosos y agresiones a sedes y personas del PP el 13 de marzo de 2004; y todas las demás sucedidas desde entonces. La presteza y la diligencia desplegadas para detener a un grupo minúsculo de exaltados que vocearon un poco y exhibieron una bandera nacional –quizá su peor delito– en la librería Blanquerna brillan por su ausencia en todos los demás casos.

Los chicos de la moqueta andan desorientados, porque su fórmula mágica para apaciguar a la burguesía catalana –darles dinero y garantías de exclusividad en su feudo– parece estar en entredicho, con los buenos resultados que diera en el pasado. No entienden que, además de móviles económicos, existen ideas y sentimientos y que, a partir de unas pocas cogitaciones elementales, el separatismo catalán (cuatro gatos en 1975) ha conseguido movilizar un río visceral que no razona y al que –digámoslo todo– tampoco le ha llegado gran cosa de los sabrosos pasteles repartidos por los gobiernos centrales entre las élites empresariales, políticas y sindicales de Cataluña, que han levantado ejércitos de adhesiones a base de cuartos y lavado de cerebro. Y a la postre, ¿a quién no encandila disponer de un enemigo exterior? Una idea simplista e injusta como «España nos roba» encuentra fácil arraigo en algo tan español como culpabilizar al otro de los males propios, con lo cual se puede omitir actuar contra los verdaderos responsables, tan cercanos.

Pero no todo se queda entre políticos: el pasado 11 de septiembre encender la televisión –cualquier cadena– constituía una vergüenza, por la frivolidad con que se informaba y comentaba algo tan grave y tan triste como lo que estaba ocurriendo. Sólo un ejemplo: en 13TV (que se dice defensora de España) unas chiquitas de superficialidad insuperable cubrían la noticia con aire banal y divertido, como si estuvieran presentando el San Roquiño de Villagarcía de Arosa (mojaduras incluidas), los carnavales de Verín o la tomatina de Buñol. La misma emisora –y otras– daba cancha por superenésima vez a separatistas que supuraban odio y baba, como aquel que, días antes, aseguraba querer hundir la candidatura de Madrid a los Juegos Olímpicos por estar legitimado para dañar a España cuanto pudiese, literalmente. Por descontado, la culpa no la tiene él, sino la panoli que lo invita, que también sigue en el guindo. Y respecto a guindos de altos vuelos, o más bien bajos, no olvidemos que quien ya nos hizo un Bolinaga está dispuesto a hacernos otro. Esta vez monumental.

SERAFÍN FANJUL / Miembro de la Real Academia de Historia, ABC 21/09/13