‘San Nadie’

EL CORREO 02/11/13
J. M. RUIZ SOROA

· La cuestión no es tanto que la comunidad vasca no tenga fiesta, sino más bien que no exista hoy por hoy una comunidad vasca

Con motivo de la muy reciente fiesta oficial de la Comunidad Autónoma Vasca del 25 de Octubre (el ‘San Patxi’, ya condenado a la extinción), se ha puesto de relieve un cierto asombro ante el hecho de que la CAV no sea capaz de tener una fiesta a gusto de todos, un día del santoral en que pueda celebrarse a sí misma sin suscitar la crítica o rechazo de parte de ella misma. Según esta visión, los vascos peninsulares somos una nación rara, una comunidad sin fiesta.
Pues bien, se me ocurre que la cuestión problemática no está así bien identificada. Porque la cuestión no lo es tanto que la comunidad vasca no tenga fiesta, sino más bien que no exista hoy por hoy una comunidad vasca. Lo raro no es la ausencia de fiesta, lo raro es la ausencia de comunidad. Después de tantos siglos de intensa historia, el hecho relevante no es que los vascos no tengamos una fiesta común, sino que carezcamos de una comunidad política común.
José Ramón Recalde escribió hace tiempo que los vascos poseemos un máximo grado de sentimiento de autoidentificación, el cual es paradójicamente compatible con un máximo conflicto de integración. La facilidad con que intuimos ser un grupo humano peculiar y fácilmente reconocible corre parejas con nuestra incapacidad para rellenar ese molde social con un contenido común mínimo. Si una nación no es sino una «comunidad imaginada», como dijo Benedict Anderson, los vascos hemos sido bastante tempranos en imaginarnos como miembros de una comunidad primordial o ‘gemeinschaft’ pero, al mismo tiempo, no hemos logrado todavía fundar las reglas básicas para estructurar una sociedad común o ‘gesellschaft’.
Nuestro sino, al final, es el de estar condenados al uso y abuso de la imaginación, en lugar de dejar actuar a otras potencialidades más prosaicas.
Por ejemplo, se imagina una comunidad en el pasado foral, allí donde unas voces ancestrales cuentan que existió una convivencia armónica y sencilla. Entonces, se dice, se sabía la forma de ser vasco sin conflicto y sin tensión, de manera ‘natural’. Pero, dejando de lado otros problemas de esta visión a histórica de un pueblo vasco que sería él mismo desde hace ocho mil años, lo cierto es que ese pasado sería sólo de unos pocos y no puede generalizarse a la población existente si no es a costa de amputarla de sus propios ancestros. Para la mayoría de la población sería aplicable la imagen de los niños argelinos repitiendo en la escuela francesa las primeras palabras de su libro de historia: «Nos ancêtres les gaulois …» («Nuestros antepasados, los galos…»).
Por ejemplo, de nuevo, se imagina una comunidad en el futuro, cuando la construcción nacional haya dado sus frutos y la población haya quedado homogeneizada. Cuando la tribu haya reconstruido sus lazos primordiales. Pero para conseguirlo es preciso tensionar a la sociedad de hoy, y nada la desestructura más que el sometimiento a esa tensión. El terrorismo nacionalista ha sido la expresión prístina del constructivismo comunitario como ideal imaginado, pero no ha conseguido a la postre sino desestructurar más aún a la sociedad.
Demasiada imaginación y demasiado fuerte, esa es la cuestión. Recuerdo la impresión que me causó la escena vista en el Congreso de los Diputados allá por 2004, cuando Rodríguez Zapatero pronunciaba su discurso de investidura. Mencionó de pasada ‘El Quijote’ (era el aniversario de Cervantes, creo) en su intervención. Cuando el diputado Erkoreka subió a la tribuna le reprochó con seriedad esa mención, porque dijo que los vizcaínos (los vascos de entonces) salían vencidos y malparados en el libro de caballerías, luego no les complacía mucho recordar ‘El Quijote’. Me estremeció esa profundidad telúrica de sentimientos. Fíjense que se hablaba de una obra de ficción de hacía cuatro siglos y, además, dentro de ella el episodio del vizcaíno era una ficción superpuesta con la que Cervantes ironizaba sobre un sentimiento de hidalguía tan exagerado como el artúrico del visionario manchego. Pero eso era lo de menos: Unamuno escribió que el escudero vizcaíno era el único personaje de toda la obra que se tomaba en serio al caballero manchego. Pues bien, allí estaba, cuatrocientos años después, en el Congreso, un vasco del siglo XXI que se había tomado y se tomaba en serio no sólo el episodio, sino también la obra de ficción, que veía una derrota violenta donde sólo había una novela con ironía de doble sentido. Eso es… imaginación.
Una sociedad moderna no puede estructurarse de manera mínimamente compartida mientras esté tensionada por una tan potente imaginación. En una sociedad moderna la imaginación se ha democratizado, se ha privatizado, se ha instalado en el mundo íntimo de cada cual. No puede haber ya una imagen primordial como polo unificador, porque el mundo moderno es un mundo desencantado, un mundo lleno de dioses pequeños y personales pero carente por definición de la profecía única y auténtica.
Al final, y no es tanto un reproche como una triste constatación, es la parte nacionalista de nuestra comunidad la que nos impide ser una sociedad, porque prefiere ser una tribu errante y siempre a la búsqueda de su paraíso imaginado, antes que tener una fiesta común en un día cualquiera. Por ejemplo, en el día de ‘San Nadie’, el prototipo de la más vulgar carencia de imaginación. ¿Por qué no probar?