En ocasiones veo espías

ABC 02/11/13
DAVID GISTAU

· La capacidad de Centella de existir en términos anteriores a la caída del Muro me recuerda el argumento de «Goodbye, Lenin»

ES una sensación fea, la de haber nacido demasiado tarde para vivir en una época idealizada. Umbral siempre hablaba de la «nostalgia de lo no vivido» para definir esa frustración que a veces es de índole literaria y que en su paroxismo desemboca en la locura del Quijote: un falso Amadís en un tiempo sanchopancesco, avillanado, que veía en la nobleza andante una patología. Sin llegar al extremo de la enajenación, este cronista a veces lamenta que le hayan escamoteado el París de la generación perdida, o los años sesenta de Norman Mailer. Entiendo que, llegada la vejez, lo que se termina añorando es a uno mismo cuando estaba pletórico y ni siquiera lo sabía.
Como comprendo esa melancolía, no voy a hacer mofa de José Luis Centella. Ni aunque diga que se siente «muy espiado» por los servicios secretos norteamericanos por el solo hecho de ser comunista, como en la Guerra Fría, antes de que Fukuyama decretara un final de la historia revocado en Manhattan por Bin Laden. Si la envergadura de un hombre coincide con la de sus enemigos, comprendo que Centella fantasee con la imagen de una fotografía suya prendida con una chincheta en un corcho de Langley. Comprendo que le duela haberse perdido las milicias del Frente Popular, o los veraneos subvencionados por Ceaucescu, o la clandestinidad conectada con Moscú durante el franquismo, o una romántica captación por la KGB que haría de su vida un trance mucho más emocionante que la de un simple parlamentario español aferrado a los residuos de un totalitarismo barrido por el siglo XX. Lo que hace Centella es compensar su anacronismo ideológico con una fabulación. Nada menos que una furgoneta de la NSA aparcada discretamente delante de su casa. Es verdad que, al imaginar, no hay más límites que los que nos imponemos.
La capacidad de Centella de existir en términos anteriores a la caída del Muro de Berlín me recuerda el argumento de «Goodbye, Lenin». Una ferviente militante comunista de la Alemania del Este sufre un accidente y entra en coma. Mientras duerme, ocurre el colapso soviético, los berlineses se suben al Muro con picos en la mano y Alemania es reunificada. De pronto, en el barrio destellan los neones de la Coca-Cola y los vendedores de antenas parabólicas se forran gracias al Mundial’90. Las estatuas de Lenin son derribadas. El «checkpoint» Charlie se convierte en una atracción para los turistas. Cuando la mujer despierta, el médico advierte de que una emoción fuerte puede matarla. Entonces, su hijo le fabrica una gigantesca ficción para que crea que sigue viviendo al otro lado del telón de acero.
Centella trata de eludir la emoción fuerte de todas las extinciones a las que aún rinde servicio. No se ha enterado ni de que en los corchos de Langley todas las chinchetas son para la Yihad, de que el 11-S determinó una bipolaridad diferente por la que un diputado por Sevilla de IU difícilmente figurará en los naipes del «Wanted». A lo mejor en casa le ponen informativos en los que aún salen Ronald Reagan, a lo mejor acaba de enterarse de la puesta en órbita de Yuri Gagarin, a lo mejor guarda en el armario un traje ignífugo por si entramos en Def Con Dos. Si se lo cruzan por la calle, y ven que lleva barba postiza y mira hacia atrás por si alguien lo sigue, no lo saquen del coma. Fínjanse espías de la CIA y pregúntenle dónde están los microfilms, que al hombre le hará ilusión y le parecerá menos tediosa la rutina del escaño, menos acuciante la nostalgia de lo no vivido.