El rey no puede técnicamente ser ni el jefe ni el mentor de los torturadores, injuria infame y gratuita; sí es en cambio el símbolo de un Estado que abiertamente Otegi califica de torturador, lo cual le parece a Estrasburgo razonable.
Entre los hechos jurídicos susceptibles de suscitar perplejidad, destaca la sentencia del Tribunal Europeo de derechos humanos condenando a España por la violación del artículo 10 de la Convención Europea de Derechos Humanos a causa de la sentencia pronunciada contra Arnaldo Otegi al haber proferido injurias contra el Rey. Las palabras de Otegi son conocidas: censuraba la presencia pública del lehendakari vasco al lado del «jefe de los torturadores», es decir, el rey Juan Carlos. Para los jueces europeos, presididos por un magistrado catalán radicado en Andorra, por encima de todo debía quedar el principio supremo de la libertad de expresión, tal y como lo consagra el mencionado artículo 10, sin que fuese aceptable que una crítica al monarca pudiera asumir una mayor gravedad que la dirigida contra cualquier otro ciudadano.
Ese último aspecto parece fuera de discusión. Resulta imprescindible en las democracias acabar con aquella figura del rey como vértice superior de la pirámide del privilegio, denunciada por Saint-Just en el curso de la Revolución francesa. Solo que precisamente por eso conviene atender a su condición de símbolo de la colectividad que representa antes que a unas responsabilidades que por su propia posición constitucional le están vedadas. El rey no puede técnicamente ser ni el jefe ni el mentor de los torturadores, injuria infame y gratuita; sí es en cambio el símbolo de un Estado que abiertamente Otegi califica de torturador, lo cual le parece a Estrasburgo razonable porque un director de periódico habló de torturas sufridas. El presidente Casadevall y sus colegas pasan por alto la táctica sistemática de los detenidos de ETA denunciando malos tratos y torturas que solo excepcionalmente son probadas, y entonces, como en el caso de la T4, dan lugar a condenas. Mal tribunal es el que construye un escenario legitimador de una conducta delictiva sobre una denuncia luego no confirmada, convirtiéndose así en agente de desestabilización de un Estado de derecho.
Porque la fundamental libertad de expresión del artículo 10 se refiere a «ideas e informaciones». Solo desde el sarcasmo puede pensarse que las palabras de Otegi corresponden a lo uno o a lo otro. El contenido se agota ahí, no valen adiciones. Y menos si se hacen no ya con fraude de ley, sino con fraude semiológico, al calificar tales expresiones como «juicios de valor», es decir de simples estimaciones que no necesitan ser probadas. No es así. Decir que la reina de Inglaterra es la jefa de los burdeles de Londres o que Patxi López o Joseba Egibar encabezan organizaciones mafiosas, como ocurre con la imputación al rey, no supone juicio de valor; es pura y simplemente una injuria, que en nuestro caso por un efecto de connotación afecta al conjunto del Estado y de la sociedad vasca democrática. La difamación y la injuria nada tienen que ver con la crítica, y ahí están los límites olvidados por el Tribunal del segundo párrafo del artículo (defensa del orden y proyección de la reputación). Son esa negación de la libertad, la calumnia permanente sustentada en el terror, a que Otegui y su mundo nos tienen sometidos durante décadas.
Solo que tal circunstancia no libera al Estado democrático de la obligación de seguir ateniéndose a las reglas marcadas por el derecho. El ‘caso Sortu’ está constituyendo un buen ejemplo de cómo la idea previa de que ETA y Sortu/Batasuna son la misma cosa desvía el tema de su cuestión central, si efectivamente el rechazo trazado sin reservas en los Estatutos se traduce en la acción política, así como en la aparición de un nuevo espíritu democrático.
La sentencia de Estrasburgo sobre la ilegalización creaba un campo de juego bien definido a este respecto. Otra cosa es, sin embargo, partir del supuesto de que nos encontramos ante una nueva versión del brazo político de ETA o, peor aún, como hace el presidente Zapatero, cortar por lo sano declarando que mientras ETA no desaparezca, Sortu no será legalizada. Para eso no necesitábamos siquiera hablar del tema: izquierda abertzale kanpora y a esperar el fin de ETA. Sortu tiene razón al advertir que el tránsito de la izquierda abertzale al terreno estricto de la democracia contribuye más que lo anterior al fin de ETA. Y lo que es grave, ¿a qué juega Zapatero interfiriendo con su sentencia personal de exclusión en el procedimiento de ese mismo poder judicial al que ha enviado la patata caliente?
Las acusaciones dirigidas contra Sortu por la Abogacía y por el Fiscal General del Estado se apoyan en algo ya conocido, el cordón umbilical entre Batasuna, instrumento de ETA y Sortu, pero todo indica la existencia de un cambio, tal y como viene advirtiendo el PSE, y obviamente si ese cambio es real, la normalidad política vasca ganaría con la legalización. El interrogante se centra, pues, en Sortu de hoy, no en el mea culpa retrospectivo ni en el fin de ETA. Y el análisis, no las visiones retrospectivas, deberá fundamentar la decisión jurídica.
Antonio Elorza, EL CORREO, 22/3/2011