NICOLÁS REDONDO TERREROS, EL ECONOMISTA 28/12/13
· La Unión Europea, cimentada en una relación de equilibrio cooperativo entre París y Berlín, ha cambiado sustancialmente en los últimos veinte años. El final de la Guerra Fría ha permitido la integración de países que habían estado en la órbita soviética durante cuatro décadas y ha abierto grandes mercados a los países de la Unión, muy especialmente a Alemania, que ha aprovechado en su beneficio su influencia en la zona, el debilitamiento de las suspicacias que una relación conflictiva había generado y su gran capacidad exportadora.
El cambio supone la aceptación del liderazgo germano por los socios más influyentes en Bruselas, pasando a jugar un papel secundario países como Francia, postergación involuntaria y dolorosa para una nación acostumbrada a influir en la política internacional por encima de sus potencialidades, o Gran Bretaña, presa de una dulce confusión sobre su relación con el continente y, como siempre, predispuesta a jugar su rol a la sombra de EEUU.
Cambios que se desarrollan mientras Europa pierde su papel protagonista en la historia que estamos haciendo en el presente o, por lo menos, comparte con otros países situados en las costas del Pacífico.
No cabe duda de que en esta encrucijada europea, Alemania juega su papel condicionada, como todos los países, por su historia y será difícil que la supere plenamente en un corto espacio de tiempo. Pero no creo que esos problemas existenciales menoscaben una satisfacción justa por los objetivos alcanzados por la sociedad alemana. Los alemanes gozan de una envidiable posición económica e influyen sin complejos en la economía de sus socios, que aceptamos la primacía que emana de su poderío.
De la crisis económica que nos afecta desde hace años, ese país saldrá sin duda con una posición más sólida y más fuerte que sus vecinos. Tampoco parece que internamente tengan mayor problema, una vez integrada la Alemania Oriental, y la razón se impone en la organización federal de su territorio, venciendo a los sentimientos locales o federales que tienen poderosas razones históricas para sobrevivir hasta nuestros días.
Del consenso, al éxito
Pero su clase política se adorna con una tendencia al acuerdo, al consenso, que a nosotros los españoles, nos sorprende. Acabamos de ver como los dos grandes partidos alemanes han vuelto a llegar a un nuevo acuerdo para gobernar en coalición. Merkel ha sabido controlar la euforia de una victoria histórica y el SPD se ha impuesto a los efectos psicológicos de una clara derrota, que les podía haber llevado a un arrinconamiento ideológico, tan comprensible como inútil.
Los dos han cedido dolorosamente: Merkel aceptando el establecimiento de un notable salario mínimo, los socialdemócratas olvidando el negativo saldo de sus experiencias anteriores. La transacción les obliga a elaborar un discurso nacional y un relato válido para sus respectivas bases electorales y a conseguir que el acuerdo sea un éxito indiscutible para la sociedad alemana. Tengo dicho en otras ocasiones que la aspiración al acuerdo sobrepasa las fronteras de la política alemana y arraiga en otros espacios públicos, entre los que sobresalen los conseguidos en materia industrial, económica y laboral. Y, justamente, esa capacidad de consenso es la base indubitable de su éxito.
En nuestro país la crisis sigue azotando a la sociedad española, especialmente a los menos favorecidos, que son cada vez más, el debilitamiento del prestigio de las instituciones es una realidad incuestionable y desde Cataluña se plantea por las principales fuerzas políticas, sin ambages, la independencia, con la tensión imaginable que se crea con el resto de España y con las secuelas para el conjunto de desprestigio ante terceros. Y sin embargo, ante este panorama, los dirigentes nacionales se contentan tan sólo con anunciar un principio de acuerdo vaporoso, oscuro, sin mayor trascendencia, que les permite dedicar su inteligencia y energía a coaligarse, a consensuar con sus propios disidentes.
Al partido de la oposición le acosan, desde sus propias filas, para situarle en una izquierda en la que no se reconoce una gran parte de la sociedad, por otro lado necesaria para obtener mayorías; el del gobierno parece paralizado en cuestiones de transcendencia nacional por el acoso de un sector que parece no resignarse a no estar y enarbola banderas sentimentales con gran eficacia. El mayor empeño de ambos parece dedicado a su propia feligresía y les obliga a desocupar los grandes espacios políticos centrales que el país tanto necesita.
Estos miedos y debilidades crean la impresión de presenciar una política de cabildeo, incompatible con la política con mayúsculas que el país exige, y define una clase política alejada de lo que preocupa a la sociedad y más interesada en gestionar sus propios intereses.
Cuando la política se reduce a los pasillos del palacio estamos muy cerca de que el escenario social sea ocupado por fuerzas reaccionarias o irresponsables o, sencillamente, por populismos adánicos, dispuestos a volver a empezar desde cero continuamente. Y mientras tanto, nosotros desde aquí seguiremos admirando a los alemanes con esa mezcla de envidia y displicencia tan característica.
Nicolás Redondo Terreros. Presidente de la Fundación para la Libertad.
NICOLÁS REDONDO TERREROS, EL ECONOMISTA 28/12/13