La palabra es el lugar en el que se da la comunicación. Aunque todos sabemos que en la palabra se pueden ocultar las cosas al igual que se les puede permitir que luzcan. Todos sabemos que la palabra es también el mejor lugar para el engaño y la traición.
Recientemente tuve la oportunidad y la suerte de asistir a una reunión en Vitoria-Gasteiz. Se trataba de una reunión de escritores en la que yo apenas si pintaba algo. Tenía relación con el que fue Parlamento de Escritores, ahora reconducido a una red de ciudades de acogida para escritores perseguidos. Junto a algunos escritores vascos había alguna escritora bielorrusa, algunos cubanos, un escritor albanés y un escritor francés. Ha sido uno de los días en los que más he aprendido, no sólo de forma intelectual, sino vitalmente.
Las dos intervenciones que más me llamaron la atención y a las que debo lo que aprendí partían de la misma reflexión y apuntaban en la misma dirección. La escritora bielorrusa, que escribe en ruso, pues sin despreciar a sus colegas que lo hacen en bielorruso ella no encuentra razones para no seguir haciéndolo en ruso, explicó que, en su opinión, la cultura rusa había construido una tradición de literatura de lucha, en la que las barricadas tenían una importancia central. Ella, que había sido educada en esa tradición de literatura de lucha, planteaba la necesidad de apartarse de la misma para poder descubrir de nuevo, más allá de las barricadas y fuera de la perspectiva obligada por ellas, a las personas de carne y hueso, las que no se dejan reducir a los esquemas impuestos por la mentalidad de barricadas, a las personas sufrientes, las de verdad, las de la vida diaria, las que sufrieron la catástrofe de Chernobil. Y para ellas quería esta escritora, remedando la frase de un escritor francés que dijo querer ser un hombre-pluma, ser una mujer-oreja: para recoger sus palabras, las palabras del sufrimiento y de la debilidad humanos, las palabras que surgen de la existencia misma de los hombres y mujeres que no tienen sitio en los esquemas de la literatura de lucha.
La intervención de un escritor vasco -cuyo nombre no quiero citar, no por preservar su identidad, sino porque quizá mi visión de lo que dijo y de lo que piensa no se corresponda con la realidad- fue en la misma dirección en la medida en que definía la misión del escritor y del poeta como la del que trabaja en pulir la palabra, las palabras que están ahí, que no las crea el escritor, sino que las recoge, pero a las que somete a un trabajo de depuración y limpieza para llegar al núcleo de su significado, oculto por las impurezas que ha ido acumulando a causa de su empleo instrumental al servicio de múltiples causas ideológicas y de barricada.
Al hilo de estas reflexiones, y desde la convicción de que el deterioro que la palabra ha sufrido en la política vasca -hasta las palabras más hermosas han terminado ocultando su verdadero significado y sirviendo de instrumento para todo lo contrario- no es excepcional, sino reflejo de lo que en las sociedades modernas está ocurriendo en general con el lenguaje, creo que es necesario buscar la recuperación de la debilidad propia a la palabra.
La palabra no tiene ningún espacio propio suyo. La palabra no tiene sustancia alguna. La palabra existe sólo si en ella se da algún encuentro. La palabra es el lugar donde aparecen las cosas. La palabra es el lugar en el que las personas se encuentran. La palabra es el lugar de la revelación del ser. La palabra es el lugar en el que se da la comunicación. Aunque todos sabemos que en la palabra se pueden ocultar las cosas al igual que se les puede permitir que luzcan, y aunque en la palabra se pueden levantar las peores barricadas a la comunicación entre los humanos. Todos sabemos que la palabra es también el mejor lugar para el engaño y la traición.
Precisamente todo ello es así porque la palabra es débil, porque no puede ponerle fronteras al deseo de instrumentalizarla que tiene el sujeto que se cree todopoderoso: las palabras deben significar lo que él en su omnipotencia les quiere hacer decir. Porque la palabra es débil revela y oculta al mismo tiempo la realidad de las cosas. Pero la palabra se convierte en lugar privilegiado de incomunicación a causa de la prostitución a la que la somete el ser humano que, en lugar de reconocer que la necesita para ir descubriendo su propio ser histórico nunca definido ni definitivo, cree poder ponerla al servicio de lo que él ha decidido ser para siempre y para todos: dueño y señor de las cosas y de las palabras, y a través de éstas de los otros humanos.
Creo que no sería demasiado exagerado afirmar que vivimos tiempos de gran arrogancia: arrogancia de poder, arrogancia de conocimiento, arrogancia moral. Arrogancia de poder desde la capacidad militar y económica; arrogancia de conocimiento -desde Descartes y Bacon- en el sometimiento de la naturaleza a nuestros deseos, a nuestras necesidades; arrogancia moral por creernos en posesión de la verdad ética. Y nadie escapa de alguna de estas arrogancias. Para unos es la arrogancia de poder la peor, y habiendo descubierto la encarnación de esa arrogancia -con sumo sacerdote y acólitos- descansa en la arrogancia moral de saberse en el lado bueno de las barricadas. Para otros el poder de conocimiento nunca puede caer en la arrogancia, pues está siempre al servicio de la Humanidad, olvidando la frase de uno de los padres de la bomba atómica, Oppenheimer, quien, visto lo que habían producido, dijo que la ciencia había perdido para siempre la inocencia.
Ante un mundo que se ha vuelto complejo, ante un universo que es imposible imaginarse, ante unas realidades económicas y sociales cuyos engranajes y funcionamiento nos resultan cada día más inescrutables, ante la complejidad creciente del mundo en el que nos toca vivir, buscamos el refugio de las palabras fuertes, de las palabras densas, seguras de sí mismas, capaces de transmitir un sentimiento de confianza, seguridad y certeza que nos permita seguir viviendo como si entendiéramos el mundo. No hace falta que estas palabras duras, estas palabras densas adquieran formalmente la característica de alguno de los fundamentalismos religiosos que tanta fuerza han adquirido recientemente: alguna forma de fundamentalismo está presente en todas partes, pues forma parte del sistema. El sistema no sólo está formado por el poder económico y militar. También el poder moral de sentirse en posesión de la verdad ética forma parte del mismo.
Si algún sociólogo ha podido escribir que la función de la religión radica en la reducción de contingencia, en la reducción de complejidad, las palabras fuertes cumplen hoy la misma función que la religión antaño, o la que vuelve a llenar en algunas sociedades no tan lejanas a las nuestras. La religión como función ha podido desaparecer en algunas sociedades, pero la función pervive y algo tiene que asumir la ejecución de esa función: las palabras fuertes, sólidas, de un trazo, sin ambigüedades, seguras de sí mismas, transmisoras de certezas morales, capaces de construir identidades unificadas en la conciencia moral, aunque en la vida diaria se comporten como identidades difusas, identidades ‘patchwork’, identidades ‘collage’.
Reivindicar la palabra débil en este contexto significa tanto como asumir las limitaciones propias, no sucumbir a la necesidad de tener que autoengañarse imaginándose capaz de controlar un mundo demasiado complejo, ni ceder a la tentación de construirse una coraza moral autoprotectora y transmisora de una tranquilidad de conciencia que, en último término, sólo impide percibir las debilidades, limitaciones, impotencias, sufrimientos, injusticias y quiebras del mundo que hemos construido. Reivindicar la palabra débil es volver a respetar lo que la palabra es: el lugar de la revelación del ser, al mismo tiempo que lugar del ocultamiento, lugar de luz y oscuridad, lugar de encuentro entre los humanos al igual que lugar de engaño mutuo.
La palabra débil es la palabra humana, la de un sujeto que necesita de ella para ir haciéndose, sabiendo que ninguna palabra le dará su ser definitivo. La palabra débil es aquélla que no se deja reducir a mero instrumento, a mero método, a mero proceso: en cada palabra hay realidad, limitada, ambigua, quebrada, pero realidad. Muchos de los graves problemas que la cultura moderna ha ido creando se deben precisamente a haber pretendido reducir la palabra a mero instrumento en la posesión del mundo de las cosas, en la reducción de la sociedades a cosas manejables a la manera de los ingenieros que manipulan las cosas, estableciendo así una distancia insalvable entre un sujeto que se cree omnipotente y una realidad reducida a su condición de manipulable, y convirtiendo la palabra débil en instrumento ejecutor de las ansias de posesión y de poder.
Rescatar la palabra, reivindicar la palabra débil quizá pase por esa voluntad de dejar de ser, por un momento, hombre-pluma para ser durante unos minutos, durante algún tiempo, aunque sea breve, mujer-escucha: cambiar la actividad por la pasividad, la fortaleza por la debilidad, el sentimiento de controlador por la percepción de las limitaciones y debilidades propias. Quizá exista, de verdad, una literatura que nos pueda sanar de nuestra locura posesiva, de poder, de control, de manipulación, que también está allí donde más resguardados de todas esas cosas nos creemos, en la arrogancia moral.
Joseba Arregi, EL CORREO, 29/2/2004