Buendía

JON JUARISTI, ABC 20/04/14

· García Márquez logró algo que la novela en español no había alcanzado desde Cervantes: universalidad.

Entre las interpretaciones de Cien años de soledad me parece especialmente sugestiva la que propuso en su día mi amiga Sultana Wahnón, que veía en la novela de García Márquez una historia en clave de los judíos olvidados de América. La saga de los Buendía, con su obsesivo temor al fuego y a los tormentos y su interminable diáspora, representaría a los criptojudíos que, desde la Península Ibérica, marcharon a América a lo largo de los siglos de la colonia, antes de la gran migración centroeuropea del XIX que llevó a cientos de miles de judíos asquenazis a los EE.UU. y a las repúblicas latinoamericanas.

Los «judíos olvidados» del Antiguo Régimen indiano fueron españoles y, en mayor número aún, portugueses que huían de la Inquisición, aunque no dejarían de ser perseguidos por las secciones de dicho tribunal en los virreinatos trasatlánticos. Tal fue la suerte, por ejemplo, del sastre lisboeta António Machado y de varios de sus parientes penitenciados, torturados y, en algún caso, quemados en efigie por la Inquisición de la Nueva España.

Muy probablemente, estos Machado del siglo XVII eran parientes de los antepasados de los poetas Manuel y Antonio Machado, que llegaron a la vieja España, desde Portugal, en la misma época y, seguramente, huyendo de los mismos peligros; es decir, de un pueblo de malsines y de una inquisición particularmente volcada en la persecución de los criptojudíos (al contrario de la española, que se encargaba, sobre todo, de la represión de herejes, ateos, bígamos y sodomitas).

La profesora Wahnón, para quien el personaje del gitano Melquíades encubría apenas la figura de Ashavero, el Judío Errante, no sostenía, a lo Américo Castro, que García Márquez viniera ex illis ni que hubiera heredado una memoria familiar judía. No era necesario suponer nada de esto, porque la propia experiencia histórica americana implica la universalización de la experiencia judía del desarraigo y de la diáspora, y, por consiguiente, una afinidad asombrosa con la imaginación judía de la errancia. En términos estrictamente estadísticos, es más probable que un colombiano descienda de emigrantes sirios o libaneses que de judíos sefardíes, pero los arquetipos de la literatura americana en cualquiera de las dos grandes lenguas hispánicas, el español y el portugués, tienen mucho más que ver con la tradición judía que con la árabe islámica o cristiana. En tal sentido, el realismo mágico está más cerca de la Biblia y del Midrás que de Las Mil y una noches.

Esta cercanía, esta trabazón espontánea entre la imaginación novelesca latinoamericana y la imaginación tradicional judía habría surgido en García Márquez de un modo inconsciente, como el resultado de la asimilación magnífica por parte de su autor de una lengua, el español «de América» y de una visión del mundo y de la historia inherente a aquélla. En El hablador, de Mario Vargas Llosa, la fusión de la imaginación mítica americana y del lenguaje de la tradición judía bíblica resulta asimismo magistral, pero es consciente, deliberada y minuciosamente construida.

Ambos autores han logrado con aparente facilidad algo que los novelistas españoles han perseguido en vano después de que Cervantes lo alcanzara: escapar del casticismo y acceder a una de las muchas universalidades posibles. Las sagas de las novelas españolas se parecen todas a la de los Alcántara. En cambio, uno puede ver en los Buendía a cualquier familia desarraigada y exílica. A los Machado portugueses del siglo XVII, por ejemplo. O a los Machado españoles del XIX y XX, cuyos miembros iban y venían de América, de Guatemala y de Méjico, donde sus probables primos lisboetas triplicaban ya los cien años de soledad.

JON JUARISTI, ABC 20/04/14