EL ECONOMISTA 15/11/14
NICOLÁS REDONDO TERREROS
A pesar de todo, por suerte, vivimos en un país en el que Montesquieu, maltratado y herido, sigue sin ser enterrado del todo, y cuando las leyes se quiebran y la libertad es amenazada, volvemos la mirada hacia quien dijo: «La libertad es el derecho de hacer todo lo que las leyes permiten, de modo que si un ciudadano pudiera hacer lo que las leyes prohíben, ya no habría libertad, pues los demás tendrían la misma facultad».
Justamente este principio básico es el que fue quebrado el 9-N y como todo lo importante, una vez roto es imposible que vuelva a su estado original. Ahora es más fácil que los nacionalistas vascos más directamente unidos a la fenecida ETA, impulsen una vía parecida en Euskadi -ante la que no quedaría más remedio que enfrentarse con las mismas limitaciones con las que se ha enfrentado el órdago del independentismo catalán-, que recobrar la fortaleza y legitimidad que el Estado perdió el domingo pasado.
Cuando desde el Gobierno se dice que se han enfrentado con moderación y proporcionalidad a la apuesta nacionalista, no tienen en cuenta lo que de verdad han ganado ellos y lo que siendo sinceros hemos perdido los que nos alineamos con Montesquieu. Los nacionalistas han logrado quebrar una legalidad que nos confirmaba a los españoles en la condición de ciudadanos, tantas veces deseada durante la larga noche del franquismo, en la que la arbitrariedad del poder autoritario nos definía como súbditos, hombres y mujeres en una minoría de edad permanente para la cosa pública.
En otras palabras, el supuesto ejercicio de ciudadanía provocado por los nacionalistas catalanes, que han roto la legalidad constitucional que nos hace iguales y con el mismo derecho a decidir el futuro de nuestro país, se ha basado en el menoscabo del derecho del resto de los españoles, de nuestra dignidad como ciudadanos. Ellos cuentan ya con otra fecha histórica que engrosará su diccionario mítico de derrotas y victorias, de humillaciones inventadas y de heroicas resistencias. Por el contrario, el resto estamos viviendo unas jornadas de una melancolía que nos devuelve a épocas pretéritas, en las que consumíamos todas nuestras energías en solucionar problemas domésticos, creados por nuestro ensimismamiento, nuestro orgullo leguleyo, siempre a flor de piel, y nuestro bovarismo, esa contradicción entre lo que nos gustaría ser y lo que somos.
Ellos tienen un plan que llevar adelante, nosotros nos conformamos con exhibir una ley que sabemos que nunca aplicaremos sin complejos y sin venganza? ¡Qué mejor ejemplo de su éxito y de nuestro fracaso! Ahora, después de consumada la amenaza de los nacionalistas, se nos vuelve a plantear la misma cuestión nuclear de siempre: ver la situación catalana exclusivamente desde una óptica jurídica y por lo tanto enfrentarla con la ley en la mano, sabiendo que el hoy Estado no tiene fuerza para llevarla hasta las últimas consecuencias, o convencernos, de una vez por todas, que la cuestión planteada por los independentistas es, sobre todo después del 9-N, una cuestión política que rebasa los límites de Cataluña y nos afecta a todos los españoles.
La primera opción nos llevará a no hacer nada, a parapetarnos en una rutina que nos ofrece una seguridad solo aparente. Esa tranquilidad epidérmica y engañosa oculta unas energías explosivas, que sin un cauce político conveniente, terminarán explotando y obligándonos a volver a empezar.
La segunda opción no debe buscar a mi juicio la exclusiva satisfacción de los independentistas, ni reducirse al ámbito catalán, ni buscarse por la noche en los contubernios palaciegos a los que algunos son tan aficionados. Debe tener en cuenta a toda la sociedad catalana y buscar el acomodo de los que se han movilizado, unos pocos más de los que votaron en Cataluña al PSOE de Zapatero en las últimas elecciones a las que se presentó, sin perjudicar los derechos de los que no se movilizaron a pesar de la violencia ambiental en la que han vivido principalmente estos dos últimos años. Todo ello en un marco nacional en el que los españoles podamos ejercer nuestros derechos ciudadanos, que impiden a cualquier autoridad considerarnos simplemente espectadores.
Es todavía más claro si tenemos en cuenta que la crisis económica ha puesto de manifiesto la necesidad de enfrentarnos a otras de naturaleza institucional y política, probablemente larvadas hasta ahora. El Gobierno no tiene derecho a decir, por meandros inextricables, que esta solo ante estos retos de envergadura desconocida en los últimos treinta años.
Los gobiernos siempre están solos, porque les corresponde la tarea de liderar y ésta se desempeña siempre en solitario; hasta en el caso de requerir acuerdos, el Ejecutivo vive en soledad porque está obligado a convocarlos y darles un contenido, una dirección, un empuje, aunque sean compartidos. En esta situación su lamento es más injustificable porque cuenta con una mayoría absoluta, obtenida en gran parte por la necesidad que tenían los españoles de un liderazgo claro después de un periodo plagado de acuerdos entre el gobierno de turno y los nacionalistas o con los ámbitos ideológicos más extremos del arco parlamentario, siempre marginando al primer partido de la oposición. En conclusión, el Ejecutivo no puede permitirse el lujo de no hacer nada y los españoles no nos podemos permitir que no nos convoquen en la defensa de nuestros derechos.
Nicolás Redondo, presidente de la Fundación para la Libertad.