Sólo una docena de diputados acudió el pasado miércoles a su puesto de trabajo en el debate. Fue una falta de delicadeza que Erkoreka calificase de haraganes a los colegas que no acudieron a escucharle en plena madrugada, tras el extenuante debate de la víspera. La próxima vez, el presidente de la Cámara debería convocar el Pleno después de la siesta.
A las nueve de la mañana del pasado miércoles, los españoles estaban desde hacía una hora ganándose la vida en las oficinas, en el campo, en los andamios, en los negocios, en los mercados y en la calle, pero sólo una docena de diputados había acudido a su puesto de trabajo en el debate sobre el Estado de la Nación, que a esas horas era, como todos los días, el de una nación atareada. Ciertamente escuchar un discurso de Josu Erkoreka no debe de resultar plato de gusto; al contrario, se trata de una de esas ocasiones ante las que uno siempre cree tener algo mejor que hacer. Pero a sus señorías les pagan los contribuyentes para que hagan exactamente eso: sentarse a oír discursos en las sesiones plenarias con el debido respeto hacia los que se toman la molestia de pronunciarlos. Es su trabajo. Parte de su trabajo.
En descargo de los absentistas hay que consignar que esos casi 340 diputados que consideran que las nueve de la mañana es una hora imposible para cumplir con su obligación habían pasado la tarde anterior muy estresados, jaleando y pateando alternativamente las intervenciones de sus jefes de filas. Luego se fueron a cenar para comentar la frenética sesión y descargar la rígida tirantez del momento, y acabaron tan tarde su agotadora ocupación que a la mañana siguiente estaban exhaustos, descangallados y fanés. Ser padre de la patria es muy duro, y está mal pagado; sólo entre tres y cinco mil euros mensuales. Tan intensa es su dedicación, tan fecunda su productividad y tan apurado su esfuerzo que necesitan dos meses de vacaciones al año, y en el período hábil acuden al Congreso sólo tres días por semana, porque de otra manera la fatiga pondría en peligro su equilibrio psíquico y emocional.
Es tanta la tensión laboral de ese oficio, y tan alta la responsabilidad de votar leyes accionando una llave según la orden del líder del grupo, que sólo una acendrada vocación de sacrificio y un vehemente entusiasmo por el servicio público explican la vehemencia con que numerosos políticos porfían por figurar en las candidaturas de representación parlamentaria. La achicharrante exposición a la crítica demagógica que sufren y la frenética actividad de contacto ciudadano a que obliga la mencionada representatividad no pueden compensarse ni siquiera con el acceso a la máxima pensión que garantiza la presencia en dos legislaturas, ni mucho menos con el retorno automático y obligatorio a sus empleos de origen, que abandonan, como los antiguos patricios romanos, cuando la nación requiere de su compromiso patriótico.
Fue por todo ello una áspera e insolidaria falta de delicadeza que Erkoreka calificase de haraganes a los colegas que no pudieron acudir a escucharle en plena madrugada tras el extenuante debate de la víspera. El presidente de la Cámara, hombre tan sensible al sudoroso denuedo de sus señorías que acaba de proporcionarles despachos y salones de alto confort para amortiguar su sufrido desgaste, debería haber llamado al orden a tan desconsiderado orador. Y, la próxima vez, convocar el Pleno después de la siesta.
Ignacio Camacho, ABC, 6/7/2007