Enemigo a las puertas

ABC 22/06/15
ISABEL SAN SEBASTIÁN

· Mariano Rajoy está obligado a proporcionar esperanza a los españoles si aspira a recuperar su confianza

LA película «Enemigo a las puertas», que retrata con maestría los días más duros del sitio de Stalingrado a cargo de las tropas alemanas durante la Segunda Guerra Mundial, contiene una escena cuyo visionado recomiendo vivamente a los recién elegidos recambios del «aparato» popular. Es aquella en la que Kruschev, nombrado por el mismísimo Stalin para asegurar la resistencia de la ciudad a cualquier precio, pide a sus comisarios políticos ideas capaces de movilizar a una población aterrorizada y exhausta. Se desata entonces una dura pugna por ver cuál de ellos sugiere un castigo más feroz a los traidores: Siberia, fusilamiento sumarísimo… hasta que aparece Danilov, el personaje encarnado por Joseph Fiennes, con una palabra revolucionaria: «Esperanza». «Hagamos creer a nuestra gente que la victoria es posible –aboga con apasionada elocuencia–. Démosle un héroe en quien confiar».

La España de 2015 dista mucho de parecerse a la Stalingrado de 1943, aunque ambas presentan elementos comunes: cansancio, empobrecimiento generalizado, incertidumbre, exasperación. Ante estos jinetes del Apocalipsis no basta con la apelación al miedo. No es suficiente. El miedo es ciertamente un motor poderoso en la motivación de la conducta humana, pero ni es el principal ni mucho menos el susceptible de activar los valores más elevados que habitan en nuestro interior. El miedo disuade, no impulsa. El miedo silencia, no construye discursos. El miedo paraliza.

Mariano Rajoy no se asemeja en nada al francotirador ruso interpretado por Jude Law, Vasili Záitsev, pese a lo cual está obligado a proporcionar esperanza a los españoles si aspira a recuperar su confianza. Y la esperanza reside en el territorio de las emociones, de una geografía compleja, multidimensional, variable, frontalmente opuesta a esa geometría lineal, ramplona, que coloca a la ciudadanía en algún punto situado entre la extrema derecha y la izquierda radical. La esperanza baila al son de la música. La esperanza alumbra. La esperanza ilusiona.

Si en algo han destacado a lo largo de las últimas décadas las fuerzas autodenominadas «progresistas» en España ha sido en la configuración de un paisaje político diseñado a su medida. Por más que la experiencia demuestre fehacientemente la vinculación histórica indisoluble entre progreso y liberalismo, tanto en lo material como en el ámbito de los derechos y libertades democráticos, nuestros «progresistas» oficiales se han adueñado aquí de todos los lugares soleados en términos emocionales. Han hecho suya la bondad, la decencia, la solidaridad y la justicia, relegando la corrupción, el abuso, la desigualdad y la pobreza al campo del PP, territorio ideológico cargado con los más infamantes estigmas. Se han parapetado en la Universidad, los medios de comunicación, el sistema de enseñanza pública, la industria cinematográfica, el mundo de la Cultura y las restantes plataformas desde las cuales se moldea el pensamiento colectivo, mientras sus rivales ideológicos se dedicaban a gestionar el país, con especial atención a los gigantes encuadrados en el Ibex 35, confundiendo el corazón de la Nación con una gran empresa cotizada en bolsa. Ahora ese «progreso» llama a las puertas de La Moncloa, y el Gobierno, sitiado, llama a sus generales a «recuperar el centro», utilizando el terror como principal argumento. ¡No es eso! Como diría Danilov, necesitamos un héroe o, en su defecto, un proyecto de futuro que deje espacio al sentimiento.