EDUARDO TEO URIARTE – 17/09/15
· Denunciaba hace días Santiago González un hecho que da que pensar: “el sábado, durante el partido clasificatorio de la Eurocopa en el Carlos Tartiere, una parte del público abucheó repetidamente a Gerard Piqué, ese mocetón sin malicia que ejerce de defensa en el Barça y en la selección. El héroe del partido, el manchego Iniesta, dijo al final del encuentro: “me gustaría que se acabaran los pitos a Piqué”. En vísperas de la final de la Copa del Rey en la que se abucheó al Rey y al himno nacional el pasado 30 de mayo, el fenómeno de Fuentealbilla se limitó a decir: “quien quiera dar sus opiniones que las dé”.
Es evidente el desequilibrio que manifiesta de una forma espontánea y sincera el jugador. Para él, un futbolista, lo que le importa son los pitos a un compañero de profesión y no los dirigidos de forma organizada y masiva al jefe del Estado. Es más importante, dicho con toda naturalidad, el futbolista que el máximo representante del Estado. Y es tan inocente la forma de decirlo que no solo evidencia un profundísimo déficit de cultura política (o cierta perversión anarquista) respecto a cualquier ciudadano de nuestros entorno europeo, sino que también define como peligrosamente despolitizada, bastante idiota, según su acepción clásica, a la sociedad que lo asume con naturalidad.
Está claro que Iniesta no desea llamar la atención con esto, le parece correcto manifestarlo así, no tiene ningún pudor en decirlo ni es consciente de la significación que entrañan ambos juicios: el desamparo del Estado por parte de un ciudadano con reconocimiento público. En España hay muy pocos dispuestos a defenderla, los ciudadanos españoles desconocen lo que les puede afectar en sus vidas cotidianas si acaban en el estado de naturaleza o a medio camino de él. Pues desde que el estado de bienestar empezó a funcionar creen que es un supermercado sin límite, ajenos totalmente a lo que ocurre en otros países empezando por Venezuela y pasando por Grecia. Es ante este tipo de manifestaciones erosivas del sistema de convivencia cuando se echa de menos la necesidad de educación cívica.
Podríamos seguir la pista a este tipo de argumentaciones representativas de lo que aparece correcto cuando descubrimos, ya en el terreno político, lo que escribe Manuel Cruz (El Confidencial, “Votar compromete, pero poco (o cada cual interpreta su voto como quiere)”, 12, 09, 2015) comentando las razones que dieron Ada Colau y Trias para votar la independencia el 9 N: ““fue la prepotencia y la arrogancia del PP” la que hizo que alguien que no se considera nacionalista no independentista votara la independencia”. En mi opinión es desquiciado el argumento de ambos políticos.
Pero lo importante, de nuevo, es intentar descubrir el por qué suenan bien y correctas esas falacias, teniendo en cuenta que nadie en el mundo ha optado por la secesión de un país democrático debido a la consideración que le merece el partido que en ese momento lo gobierna. Quizás se pueden decir tales disparates porque se ha extendido que el PP es opresor, y que España, donde gobierna un partido como el PP, no es auténticamente democrática, propagado nada menos que por su compañero de viaje desde los inicios de la democracia, el PSOE. Además, puestos a decir barbaridades, España roba a los catalanes y el PP es el que fractura España. De los mensajes de algunos partidos, de los nacionalistas, pero sobre todo del PSOE, es de donde proviene la idiotez política de la sociedad española.
Pero probablemente la carga de profundidad ideológica para el sistema, el aval a cualquier iniciativa rupturista, sea la Ley de la Memoria Histórica por las consecuencias culturales que la misma ha creado en amplios sectores de la opinión pública. Dicha memoria histórica ha promovido un discurso que supone no sólo un baldón deslegitimador del PP, al ser declarado por la izquierda sucesor del franquismo, sino a todo el Estado actual, puesto que éste se consensuó con la derecha. Concepciones que ponen en duda la naturaleza democrática de nuestra izquierda y el bajo nivel de nuestro republicanismo, (pues observa éste exclusivamente, en contra de su naturaleza, como un arma subversiva proyectada al enfrentamiento). Para colmo el PSOE, en su obsesión de diferenciarse en la defensa del sistema mediante terceras vías, deja como única fuerza política del pasado a favor de la legalidad, de la Constitución (con permiso de Margallo), del Estado, a esa derecha declarada sucesora del franquismo. Le deja solo a un PP manchado por la negra leyenda de la memoria histórica. En este contexto la secesión y cualquier ruptura disponen de un inmenso espacio argumental para tumbar el sistema.
Pero, también, el PSOE, que hace mutis por el foro a la hora de defender con claridad la unidad y legalidad constitucional, no lo vayan a confundir con la derecha, no sólo ha convertido al PP, a ese PP corrupto, opresor, limitador del estado de bienestar, nada menos que en el defensor fundamental del sistema para desgracia del mismo, sino que ha roto la adhesión hacia el sistema de sectores sociales cercanos a su ideario. Ha desmovilizado a amplios sectores populares que hasta no hace mucho tiempo, hasta antes de ZP, creían que la España democrática era una cosa interesante y buena a sostener frente a aventuras como la secesión y otras formas de ruptura política. Una acción disolvente que ya se dio durante la II República y la guerra civil, donde parecía, salvo en los bandos publicados por el general Rojo, que España y legalidad eran cosas de la derecha.
Rupturas y fracaso de los viejos partidos.
Todo colectivo humano, y los partidos lo son, con el paso del tiempo se convierten en un fin en sí mismo. Quizás en España, debido a la situación privilegiada que dispusieron desde los momentos previos a la Transición por venir a sustituir una dictadura, el poder al que accedieron, si los comparamos con países cercanos, ha sido muy grande. Pero debido precisamente a ese poder que les apartaba de la sociedad su degeneración ha sido más rápida que en otros sitios. De tal manera que muy pronto empezaron a dejar de existir para la política, los acuerdos y pactos desaparecieron, y se conformaron a vivir de la política usando su plataforma de poder para la obtención de recursos mediante la corrupción. Procedimiento para potenciar grandes aparatos y crear redes clientelares que parecían el auténtico sostén del colectivo cuando llegaban los momentos de acercarse al pueblo, que era exclusivamente en las elecciones. El abandono de la política trajo aparejado el incremento de la corrupción.
Da la impresión que en sus momentos iniciales los partidos comprometidos en la Transición se repartieran la tarta, o que creyeran que por estar presentes en el momento fundacional de nuestro sistema tenían que tener garantizado su parte del poder. Síntoma del temor a su pérdida, el descubrimiento agónico de que tu partido puede ser mandado a la desamparada oposición, y de ésta a su desaparición, fue la irrupción del plan soberanista promovido por Ibarretxe. Si éste hubiera salido adelante sólo los nacionalistas seguirían siendo ciudadanos vascos y el resto alemanes en Mallorca, asegurándose así el poder los nacionalistas vascos. Artur Mas, que vio durante dos legislaturas que un pacto entre socialistas y nacionalistas radicales le arrebataban el poder, y que las garantías del pasado se desvanecían, pues hasta Jordi Pujol era procesado por corrupción, decidió asegurarse el futuro de los suyos antes que escándalos económicos y una mala gestión financiera de la Generalitat le mandara al muladar de la historia. Y se lanzó a la independencia.
El democrático proceso hacia la secesión mediante la movilización de amplias masas garantizaría aún más el ejercicio, incluso arbitrario, del poder. Porque es difícil creer que tras tan arrollador nivel de movilización popular, ayudada por la presión mediática y social utilizada -empleando recursos del Estado-, el sistema que se proponga posteriormente vaya a ser democrático. Lo coherente es que un proceso de llamamiento a la movilización de las masas, radicalmente democrático, que usa el victimismo y la arenga emotiva frente la maldad de los presuntos opresores, y bajo el estandarte de la uniformidad nacionalista, acabe liquidando, eso si por aparente procedimiento democrático, a la propia democracia. A ver quién tras la larga marcha le dice a Mas que no use en su favor los medios de comunicación y aparte la menor crítica y a sus promotores como enemigos de Cataluña cuando ya lo está haciendo.
Otros, que descubren que el partido va a menos, empiezan a temer por el futuro, pues si la mayoría absoluta del PP se repitiera pudieran ser borrados del mapa, por lo que empiezan a buscar fórmulas para evitarlo. Y en vez de buscar las culpas dentro, en sus errores, buscan el chivo expiatorio en la Constitución, y en vez de una marcha por la Diagonal emprenden el proceso de su reforma federal, dejando de paso solo al PP en su defensa (con permiso, de nuevo, de Margallo). Sin embargo, las constituciones no suelen fracasar, hay malas constituciones que han funcionado y funcionan, incluso lugares donde no existe, pero el sistema pervive si los partidos tienen un cierto nivel de actuación política. Pero eso se perdió tras Felipe y Aznar. La Constitución no ha fracasado, sus carencias, que no son tantas, podían haber sido suplidas (incluso reformadas al ser detectadas) si la deliberación política, que es para lo que se inventaron los partidos, hubiera existido. Pero se dedicaron a otra cosa.
Los partidos de la transición están viejos, hoy son inseguros, por eso buscan soluciones traumáticas que les salven, que salven a las jerarquías de sus partidos y a sus notables. Ni siquiera a todo el partido. Soluciones trágicas, que pueden suponer rupturas sociales y empobrecimiento de la gente. Pero eso no importa, porque lo importante, como en una parodia del estalinismo, es el partido. Por eso Podemos ha podido surgir sin demasiado esfuerzo llevando a sus lógicas consecuencias las demagógicas iniciativas izquierdistas de Zapatero y clamando por la ética ante la corrupción. Y a Ciudadanos le ha bastado con la defensa del Estado surgido de la Transición, de la legalidad y, también, el rechazo de la corrupción, para estar presente de una forma tan rápida en el escenario político nacional. La Constitución no fue la que ha fracasado, han sido los viejos partidos.
Ante este fracaso político promovido por la monopolización de lo público por parte de unos partidos no se le puede exigir a la sociedad ni demasiado conocimiento de la realidad política ni excesiva responsabilidad ante los retos. Existe la generalizada opinión de que los ciudadanos que no son nacionalistas en Cataluña están amilanados, excesivamente silenciosos, después de tanto silencio cómplice hacia el nacionalismo por parte de los grandes y viejos partidos con tal de recibir su apoyo en Madrid, después de todas las concesiones que se le ha ofrecido por los mismos. Después del monopolio de la vida política por los partidos no se puede pedir a la sociedad esfuerzo responsable y el ejercicio de una libertad activa. A la sociedad española se le ha educado a vivir del sistema, y lo ha hecho muy bien hasta que ha llegado la crisis económica, pero a no participar en lo público, pues ese espacio los partidos se lo quedaron celosamente, ofreciendo, consiguientemente, a la ciudadanía una liviana concepción de lo político, si no su rechazo, y una forma pasiva, y bastante cómoda, de comportarse en democracia.
La democracia pasiva, que suele ser sumisa, se ve hoy arrollada por un movimiento nacionalista como el catalán, popular, apasionado, armado de todas las concesiones legales, consentidas e ilegales que ha alcanzado debido al comportamiento contemporizador y pragmático que tuvieron los viejos partidos con el nacionalismo. Ahora se pide a los ciudadanos responsabilidad y reflexión, que salgan a votar tras muchos años de animarles al desistimiento democrático y constitucional frente a la prepotencia del nacionalismo. Es difícil en pocas fechas resolver tantos errores del pasado, y los del presente. Sólo se puede esperar que la gente no crea tampoco en el salto al vacío del nacionalismo.
Eduardo Uriarte.