EL MUNDO – 12/10/15 – EDITORIAL
· Un país que está constantemente cuestionando su identidad no parece estar anhelando otra cosa que su ruina. Y en esa actitud suicida parecen estar empeñados quienes han hecho de la defensa de la desmembración territorial de España el elemento central de sus propuestas políticas. Es patológica la obsesión de determinados sectores políticos, culturales y económicos por mantener durante décadas una pulsión autodestructiva cuya única finalidad sería la de dar al traste con la estabilidad del Estado aun a riesgo de perjudicar la prosperidad y el bienestar logrado entre todos con no pocos esfuerzos y sacrificios.
Hay, por desgracia, quienes siguen tercamente defendiendo que son más importantes los derechos territoriales, levantados sobre relatos mitológicos y legendarios, que los derechos ciudadanos, cuya garantía está sustentada en una Constitución que objetiva, partiendo del inviolable principio de igualdad ante la ley, los derechos y deberes de cada uno sin distinción de convicciones religiosas e ideológicas. Caben pocas dudas, después de las terroríficas lecciones que nos brindó el siglo XX, con dos conflictos mundiales y el sangriento epílogo que significó en el corazón de Europa la Guerra de Yugoslavia, de que sólo un Estado que se rija por principios democráticos puede garantizar la libertad de los ciudadanos. Un Estado que, lejos de replegarse sobre sí mismo, participe activamente en la creación de realidades supranacionales capaces de dar solución a los problemas que plantea el actual mundo globalizado. Ese era el sentido de las palabras de Hollande pronunciadas el miércoles en el Parlamento Europeo: «El nacionalismo es la guerra», reforzadas por las de Merkel, quien afirmó que «no podemos volver a pensar en nacionalismos, sino todo lo contrario. Necesitamos más Europa, no menos».
El rey Felipe VI no quiso tampoco desaprovechar la oportunidad para defender la idea de una España unida al servicio del proyecto europeo: «Europa», dijo el monarca, que hoy presidirá el desfile militar y estará al frente de los actos conmemorativos de la Fiesta Nacional, «se ha construido sobre la voluntad de sumar y no restar, de aunar y no dividir, de saber compartir y ser solidarios. Tengan así pues, señorías, la seguridad de poder contar con una España leal y responsable hacia el proyecto europeo; con una España unida y orgullosa de su diversidad; con una España solidaria y respetuosa con el Estado de Derecho».
Por eso, aunque se repitan año tras año, son incomprensibles las anunciadas ausencias de Urkullu y Mas, a las que se unen en esta ocasión los desplantes de Uxue Barkos y de Pablo Iglesias. Con su actitud, los cuatro líderes políticos están explicitando un desprecio al Estado impropio de quienes aspiran a defender los intereses de todos los ciudadanos hayan o no votado a las siglas que representan. Y esos intereses pasan, como demuestra la experiencia de convivencia y prosperidad que se inició con la muerte del dictador Francisco Franco hace ahora 40 años, por la reafirmación de los valores que fija la Constitución, refrendada por los españoles en 1978.
Pero con ser irresponsable la actitud de Pablo Iglesias no extrañará a nadie. Era de esperar en quien ha construido su perfil político sobre un ideario, el leninista, de larga tradición antidemocrática. El de los tres presidentes autonómicos nacionalistas es, además, un reprobable acto de deslealtad hacia el Estado del que forman parte como representantes oficiales de las instituciones y una falta de respeto hacia la inmensa mayoría de los españoles, que no quieren renunciar a la pluralidad cultural que garantiza la Carta Magna ni a los principios de cohesión y solidaridad territorial. Lejos de lo que pretende Artur Mas, fracturando en dos la sociedad catalana, nadie tiene derecho a obligar a ningún ciudadano a elegir entre ser catalán o español, porque nuestra Constitución posibilita que nadie se vea obligado a realizar esa renuncia.
La de hoy debería ser una celebración que fomentase los lazos de unidad entre todos los españoles, sin complejos ni rencillas ideológicas, como ocurre en la mayor parte de los países democráticos de nuestro entorno. Una celebración que reconociese los logros pasados y presentes de una nación que ha conseguido sobreponerse a las más difíciles situaciones a lo largo de la Historia.
EL MUNDO – 12/10/15 – EDITORIAL