No es extraño que el nuevo Job haya iniciado su rebelión. No puede ser antisistema, porque es el actual funcionamiento del sistema el que le ha expulsado. Tampoco puede erigirse en alternativa, ya que su principal fuerza reside en reclamar esa «democracia real» cuya negación no se dirige a la democracia como tal, sino contra los que gobiernan.
El libro de Job muestra la cara más desagradable de Dios/Yavé. El protagonista es un hombre justo, sobre el cual caen toda clase de desgracias con el permiso de la divinidad. Se atreve entonces por un momento a cuestionar esa distancia insalvable que existe entre un Dios arbitrario y la humanidad: «¡Oh, si hubiera un árbitro entre Dios y el hombre!». Pero Yavé le calla sin otro argumento que la exhibición de su omnipotencia.
Algo de esto viene sucediendo con la política en la era de la globalización, y como es lógico ha sido con la crisis cuando el nuevo Job se ha apercibido de que su único papel consistía en aceptar en silencio las desgracias que le eran impuestas por un poder superior e inalcanzable. Las elecciones le servían únicamente, y algo era, para cambiar de divinidad dominante, pero una vez cumplido el ritual las aguas volvían a su cauce. El nuevo Yavé solo se ocupaba de él para mostrar mediante su control de los medios las ventajas de su poder absoluto.
La voluntad de protesta del Job bíblico era correlativa a la intensidad de los males sufridos, otras tantas pruebas de la arbitrariedad de Yavé. Así ha sucedido ahora. La campaña electoral ha servido para mostrar que nuestras divinidades de pacotilla están empeñadas en un único objetivo, lograr el voto de Job ensalzando los propios méritos y cargando de dicterios al adversario. Después de sembrar con su política económica buen número de catástrofes lesivas para todos, el dios saliente se embarcó en un viaje al Apocalipsis con el propósito de mostrar lo que sería el gobierno de su adversario, por contraste con los infinitos aciertos que habrían adornado su gestión. El pequeño dios se adoraba a sí mismo, olvidando que lo esencial era evitar la expulsión del paraíso de aquellos de sus seguidores que a diferencia suya exhibían ejecutorias de buen gobierno. En la vertiente opuesta, el aspirante al trono no dudaba en exhibir una alianza inmoral con el Satán de la corrupción, en absoluto desprecio a las exigencias de la ética y de un bien común incompatible con la conversión de los partidos en agencias de captación fraudulenta de recursos públicos.
Nada tiene de extraño que el nuevo Job haya iniciado su rebelión. No puede ser antisistema, porque es el sistema el que con su actual funcionamiento le ha expulsado. Tampoco puede erigirse en alternativa, ya que su principal fuerza reside en reclamar esa «democracia real» cuya negación no se dirige a la democracia como tal, sino contra los que gobiernan desde ese supuesto orden divino que se han construido para ellos mismos y para unos poderes económicos a quienes las desgracias colectivas para nada afectan. Los costes de la crisis no han existido para quienes siguen gozando de exención fiscal y millonarios bonos. Nadie ha proporcionado una explicación rigurosa del proceso de gestación y desarrollo de la burbuja del ladrillo, de donde extraer las necesarias responsabilidades antes y después de 2004. Nadie explica que el rigor presupuestario es una cosa y otra acudir al único remedio de incrementar la desigualdad. Nadie ha hecho el menor esfuerzo por depurar las listas de los partidos, especialmente en el opositor, de aquellos implicados en asuntos de corrupción económica. Todos han dado por supuesto que con los crecimientos mínimos previsibles va a descender el paro y ser restaurado el bienestar, solo con mantenerles o concederles el poder.
Esto ya no supone pedir que se olviden las desgracias, sino obligar a la gente a comulgar con ruedas de molino. ¿Qué más razones para la protesta?
El aldabonazo está dado. Puede de momento perjudicar sobre todo a los gestores eficaces de izquierda que ya estaban teniendo que sufrir los efectos de la egolatría de su jefe. Bajando a la tierra, pienso en tierras manchegas, extremeñas y vascas. Muy posiblemente, el malestar expresado no encuentre otro cauce que mantener como espectáculo la expresión del malestar. A pesar de estar escrito para una situación más dura, las recomendaciones de Gene Sharp en su libro clásico sobre la acción de masas no violenta, De la dictadura a la democracia, merecen ser tenidas en cuenta para evitar que todo se reduzca al caos produciendo caos. Entonces quedaría abierto el camino para que desde el repliegue sobre el orden fuera impuesta la fórmula neoliberal, tan de la Comunidad madrileña, de más beneficios y menos impuestos para los poderes económicos, y supresión de garantías sociales, cuyo efecto no sería ya la protesta sino la desesperación.
Antonio Elorza, EL PAÍS, 21/5/2011