ABC 21/11/15
IGNACIO CAMACHO
· El consenso contra el yihadismo está condicionado a la exclusión de todo debate sobre el fracaso del modelo multicultural
ES una especie de veto. Como condición para el consenso social contra la barbarie yihadista, el pensamiento de izquierda ha utilizado su hegemonía política y mediática para proscribir cualquier debate sobre la integración de las comunidades islámicas. Todo el que ose relacionar los defectos o problemas del multiculturalismo con la radicalización de muchos jóvenes musulmanes nacidos ya en Europa como inmigrantes de segunda o tercera generación será de inmediato etiquetado de islamófobo, anatema sit, y expulsado del ámbito sagrado de la respetabilidad ideológica. La unidad en la condena de los atentados de París y los acuerdos sobre posibles medidas comunes de lucha antiterrorista están supeditados a la exclusión absoluta del más mínimo atisbo de controversia sobre nuestro cuestionado modelo de convivencia. Tal es el frágil equilibrio sobre el que se asienta esta provisional unanimidad en el dolor y la rabia.
Va a resultar difícil, sin embargo, encapsular una cuestión medular que subyace no sólo en las reacciones más o menos compulsivas de la opinión pública sino en las evidencias más incómodas de la expansión del yihadismo. Ya no se trata de la muy debatida y espinosa relación teórica entre el credo coránico y la violencia, sino del manifiesto semillero de extremistas que ha brotado en el seno de unas colectividades musulmanas implantadas en auténticos ghettos urbanos cuyo blindaje étnico y religioso ampara el crecimiento de lo que el recién fallecido filósofo André Gluckmann llamó el discurso de odio. Del fracaso de un complaciente proyecto multicultural que en su afán de comprensión y transigencia ha sido incapaz de promover o de exigir un mínimo de permeabilidad a los valores compartidos por la sociedad abierta.
Es ahí, en esos suburbios mal amalgamados como Molembeek –o como el Príncipe de Ceuta–, donde se incuba el virus del exterminio de infieles en un microclima de autoexclusión del que nadie se ha querido dar por enterado por no incurrir en excomunión de la fe progresista. Es ahí, en esa extraterritorialidad marginal, en esos limbos periféricos que los Estados europeos han renunciado a articular bajo principios de igualdad, donde jóvenes exaltados carentes de arraigo social se impregnan sin control alguno del delirio homicida del integrismo islamista. Favorecidos en su rencor antioccidental por el pánfilo remordimiento de una mentalidad biempensante que confunde respeto con pasividad, integración con yuxtaposición, tolerancia con impunidad, y que además ha impuesto la prohibición moral de discutir y hasta de mencionar un problema de importancia esencial para abordar la defensa del modo de vida democrático. Un problema que no se va a resolver con más controles de frontera porque los que nos quieren liquidar ya comparten nuestro pasaporte y con él los derechos que anhelan abolir blandiendo los kalashnikovs como alfanjes.