Una mirada al caso de Quebec ilustra cómo las reglas de juego de una democracia no se pueden alterar ni interpretar de forma acomodaticia. Pero su recuerdo resulta incómodo para el nacionalismo vasco: la secesión exige renegociar entre todos.
Tradicionalmente, el nacionalismo vasco (el institucional y el radical) ha tenido en el nacionalismo quebequés una de sus fuentes de inspiración. Tras la firma del Pacto de Lizarra en 1998, pero, sobre todo, tras la puesta en circulación de los borradores del plan Ibarretxe en 2002, la referencia se ha simplificado hasta adoptar sin citarlo elementos del programa soberanista del Parti Québécois (PQ), formulados ya desde su fundación en 1968.
Así, en efecto, el modelo de la independencia política sobre un esquema de revisión unilateral de los acuerdos de financiación y cooperación económica se reproduce a grandes rasgos en los Títulos III y V de la Propuesta de Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi. Sin embargo, se omite toda referencia a las reglas de juego constitucional
que, en el caso canadiense, han proporcionado un cauce normativo para la negociación política de la secesión, al tiempo que han disipado las expectativas sobre su posible instrumentalización partidista.
Veamos algunos aspectos de este paralelismo. Canadá es un Estado federal integrado por diez provincias y tres territorios. En teoría, España no lo es. Pero por el diseño y el funcionamiento del Estado de las autonomías se asemeja bastante. La Constitución de Canadá, siguiendo el modelo americano, establece un doble equilibrio en el reparto de poderes: entre la federación y las provincias, y entre las propias provincias. Y aunque, a diferencia del caso americano, la representación de las provincias en la cámara federal (el Senado) se basa en un sistema de atribución desigual de escaños, la legislación federal supone un tratamiento equitativo de las provincias.
De sus 30 millones de habitantes, unos siete millones viven en Quebec. De éstos, más del 80 por ciento son francófonos (recuérdese que en el País Vasco el porcentaje de hablantes de euskera es casi el inverso). En el conjunto de la federación, la población francófona no llega al 20 por ciento: una proporción decreciente por efecto de las sucesivas oleadas de inmigrantes de Europa central, el sureste asiático y América Latina. Pues bien, en el contexto de la transformación multiculturaldeCanadá, el nacionalismo ha acentuado su perfil soberanista al reforzarlo con las demandas de derechos lingüísticos. Quizá eso explique, junto al factor de la difícil viabilidad económica, la ironía del rechazo de la secesión en sendos referéndos celebrados en la provincia en 1980 y 1995 a instancias del gobernante Partido Québécois. La segunda consulta arrojó un resultado muy ajustado: el 50.6 por ciento frente al 49.4 por ciento.
Para despejar el horizonte político, en septiembre de 1996, el Gobierno federal, a través del Fiscal general, elevó a la Corte Suprema (Tribunal Constitucional) una serie de preguntas sobre la secesión de Quebec. En agosto de 1998 la Corte emitió un dictamen en el que justificaba que la doctrina del derecho internacional sobre el derecho de autodeterminación no era aplicable al caso de Quebec. Añadía, asimismo, que “las demás provincias y el Gobierno federal no tendrían base para negar el derecho del Gobierno de Quebec a proceder a la secesión” si una “clara mayoría” se pronunciaba a favor, bien entendido que Quebec debía respetar los derechos de las demás provincias.
En un nuevo intento por acotar el significado de esa “clara mayoría”, en 1999 el primer ministro, Jean Chrétien, presentó a la Cámara de los Comunes el proyecto de Ley de la Claridad (redactado por el ministro de Relaciones Intergubernamentales, Stéphane Dion), que sería aprobado por el Senado en junio de 2000. Entre otras especificaciones, la Ley establece que la secesión exige un proceso de renegociación entre todas las partes implicadas en el contrato constitucional: la federación y las provincias.
La independencia supondría, por tanto, la pérdida de todas las ventajas derivadas de la pertenencia a la federación (la ciudadanía canadiense o el sistema de solidaridad financiera, entre otras). Sólo así, con el claro apercibimiento de esta condición y de sus consecuencias, podría celebrarse un referéndum “libre de ambigüedades”. Por otra parte, la Ley sostiene que ni siquiera una mayoría de votos equivaldría por sí misma a esa “clara mayoría”, pues sería una reducción de la democracia a una mera regla de decisión. Su significado dependería de una “evaluación cualitativa” posterior en la que, junto a factores numéricos (porcentajes de votos sobre el conjunto del electorado) se considerarían declaraciones formales o resoluciones legales de todas las partes implicadas, así como “cualesquiera otras perspectivas que se estimaran relevantes”.
Una mirada al caso de Quebec ilustra cómo las reglas de juego de una democracia no se pueden alterar ni interpretar de forma acomodaticia. Pero su recuerdo resulta incómodo para el nacionalismo vasco. Una búsqueda temática sobre Quebec en las bases documentales del Gobierno vasco esta misma semana daba el siguiente resultado: sólo una referencia… a propósito de la legislación de aguas.
José María Rosales es profesor de la Universidad de Málaga.
José María Rosales, MÁLAGA HOY, 16/3/2005