LIBERTAD DIGITAL 19/02/16
CRISTINA LOSADA
En un tiempo pasado que probablemente no existió, los partidos y los candidatos instaban al voto apelando a las bondades de sus programas y de su liderazgo. En ese pasado idealizado, lo que se proponían hacer los partidos era más importante que lo que se proponían evitar que se hiciera: el voto a favor pesaba más que el voto en contra. Y los asuntos que podían contar con la aprobación de más ciudadanos tenían mayor protagonismo que los asuntos que provocaban más controversia: los que más enardecen a unos y más indignan a otros.
Naturalmente, no se encontrará en la realidad, ni aquí ni en ninguna parte, un cuadro tan virtuoso. El voto en contra siempre ha estado ahí, y siempre se ha recurrido a él. El quid está en la dosis. Y en España esa dosis ha sido sobredosis. Las elecciones y legislaturas pasadas fueron, con contadas excepciones, ejercicios de rechazo. No hablemos ya de cómo se trituró al querido Adolfo Suárez, sino de lo que vino después. Felipe González, Aznar y Zapatero: todos acabaron sus días presidenciales bajo el estigma del rechazo. Un rechazo absoluto y visceral. Quizá más visceral del que suscita Rajoy. Dejo como asunto aparte los méritos que hicieran para ello; lo común en todos los casos es que la oposición se forjó mucho más en torno a lo perentorio de echarlos que alrededor de una agenda política alternativa.
Aquello que hizo Blair, que fue aceptar aspectos de la herencia de Thatcher, aquí no encontró imitadores. Las herencias estaban para ser destruidas. Luego tampoco fue así, pero el tono era ese: de Juicio Final y «hay que arrojar al vertedero». No hace falta remontarse muy atrás. La oposición del PSOE al gobierno de Rajoy ha estado repleta de anuncios de derogación. Aunque ahí lo haya superado un partido nuevo como Podemos, que ha llevado más lejos todavía la pretensión de no dejar piedra sobre piedra. No ya de la labor del último gobierno, sino de las últimas décadas.
Una consecuencia del predominio del rechazo son los pactos de exclusión, los cordones sanitarios y el empeño por hacer del adversario un apestado. Con esa tradición, no cabe sorprenderse de que el ánimo excluyente permee ahora mismo el proceso hacia la formación de gobierno. La ya habitual tendencia en la izquierda a hacer lo que sea con tal de no pueda gobernar el PP se ha visto correspondida por otra surgida en campos de la derecha a fin de hacer lo que sea para que no llegue al gobierno el partido Podemos. Y esta demanda de coaliciones en contra, a la que se unen los vetos de Podemos a Ciudadanos y viceversa, tiene más presencia en el debate político que la materia de los acuerdos.
El PSOE excluyó de entrada cualquier diálogo con el PP que no fuera el de buenas tardes y adiós, y aunque esto puede achacarse a la delicada situación de un partido amenazado por el sorpasso, resulta poco conveniente para un partido que quiere formar gobierno. Porque si el acuerdo PSOE-Ciudadanos prospera, como parece, aún va a necesitar que se abstengan o el PP o Podemos. Por su lado, el Partido Popular excluyó de entrada cualquier negociación que no partiera de la premisa de que es él quien debe formar gobierno y presidirlo, incluso después de que reconociera que no cuenta con los apoyos suficientes y diera ocasión para que el encargo recayera en Sánchez.
Es verdad que en el teatro político los enemigos mortales de hoy pueden ser los aliados de mañana, pero el tono de la obra que se está representando no ayuda a hacer ese tránsito. La impresión es que todos quieren estar en dos escenarios distintos al mismo tiempo: el de los pactos y el de la repetición electoral. Si los partidos persisten en el discurso del rechazo a fin de tener excitados y movilizados a los hinchas respectivos, más probable será que esto acabe en las urnas, es decir, que vuelva a empezar.