EL MUNDO – 24/02/16 – JORGE DE ESTEBAN
· El autor sostiene que el documento de Gobierno que ha presentado Pablo Iglesias es un popurrí que, pese a incluir algunas medidas sensatas, propone utopías irrealizables y un gasto económico imposible de asumir.
Comenzaba EL curso académico 2000–2001, es decir, inaugurábamos un nuevo siglo en el que cabía albergar muchas esperanzas. Como todos los años en esas fechas, convocamos dos becas para estudiantes que tendrían la misión de ayudar en las tareas de la biblioteca del Departamento de Derecho Constitucional, bajo la supervisión de la funcionaria encargada. Como todos los años se presentaron varios alumnos de quinto curso que debían presentar su currículum y una memoria.
Me correspondía, como director del departamento, seleccionar a los aspirantes, lo que siempre me acarreaba dudas sobre quiénes eran los mejores. Pero este año no había duda alguna, pues dos se destacaban de los demás y, sobre todo, uno de ellos más que su compañera. No es necesario decir que me llamó enseguida la atención porque se llamaba Pablo Iglesias, esto es, igual que el fundador del PSOE. Su currículum era bastante bueno, pero lo que me interesó más fue la memoria que presentó. Estaba muy bien redactada y traslucía la inteligencia de quien la había escrito. No hubo, por tanto, problemas para escoger a los dos becarios y los cité para conocerlos y para que se incorporasen al trabajo.
Al día siguiente se presentaron ambos y me causaron muy buena impresión. Pero, como es natural, mi curiosidad la acaparaba Pablo Iglesias. Entonces debía tener 21 o 22 años, era delgado y lucía una larga cabellera, recogida en forma de cola de caballo. Le pregunté si era pariente del fundador del PSOE y me respondió que no, pero evidentemente su ideología política, por su forma de hablar, era claramente de izquierdas. Durante ese curso, como mi despacho estaba junto a la sala en que se instalaron los becarios, pude hablar con él alguna vez. Persona simpática, de fácil conversación, mantenía unas tesis idealistas que no eran extrañas en estudiantes de su edad, claro que, como se sabe, el idealismo es el último lujo de la juventud. Recuerdo que en una de esas conversaciones en las que me exponía con vehemencia sus puntos de vista, se abordó el drama humano de los inmigrantes africanos que deseaban entrar clandestinamente en España.
El becario era partidario de suprimir las fronteras y de reconocer la libertad de residencia y circulación a todo el mundo. Desde un ángulo de vista idealista me parecía muy bien, pero desgraciadamente la realidad no permite tales excesos. Le señale así que el 80% al menos de la población africana sin duda deseaba venir a Europa, pero semejante utopía no era posible. De ahí que las fronteras sigan siendo necesarias para evitar males mayores. Los temas de conversación que mantuve con él en otras ocasiones fueron del mismo tenor. Sus argumentos, bien construidos, pecaban de cierta ingenuidad, que yo suponía irían modificándose con el tiempo. Acabó el primer curso académico del siglo XXI y no volví a verlo entonces nunca más.
Sin embargo, hace unos cinco años lo reconocí inmediatamente gracias a su clásica coleta, aunque portaba una barba incipiente. Habían pasado unos 10 años y lo volví a ver en la televisión con motivo del bochornoso comportamiento de los estudiantes de Políticas, que habían impedido que se celebrase una conferencia de Rosa Díez en el salón de actos de esa facultad. Pablo Iglesias deambulaba por allí, según vi en la televisión, aunque ignoraba obviamente el papel que ejercía en semejante acto totalitario. Debía tener ya unos 32 años y si estaba allí debía ser porque era profesor en esa facultad. En cualquier caso, era una muestra de cómo conciben, ciertos profesores y estudiantes, la Universidad, la cual no se puede comprender sin la libertad de expresión.
Pasaron dos o tres años más y volví a verlo, también gracias a la televisión, en varias ocasiones, pero ahora como tertuliano en programas políticos de diferentes emisoras. Había adquirido un lenguaje transgresor que dejaba a sus interlocutores perplejos o irritados, lejos ya del idealismo juvenil. Según comprobé comenzaba a ser un personaje conocido de nuestra política, sin embargo no parecía pertenecer a un partido político, aunque se veía ya que su objetivo no era otro sino la conquista del poder.
En cualquier caso, me sorprendió, en las elecciones europeas de mayo de 2014, el éxito que obtuvo al frente de un nuevo partido. Efectivamente, una nueva organización política liderada por Pablo Iglesias, con el nombre que habían copiado de otra venezolana, había logrado cinco escaños, portento que me incitó a escribir –al día siguiente de las elecciones– un artículo en este diario que titulé El prodigio de Podemos, el cual, sin duda alguna, ha sido uno de los más leídos en mi ya larga vida periodística. Allí analizaba las causas por las que, a mi juicio, habían obtenido ese indudable triunfo y acababa con el siguiente párrafo: «Sea como fuere, es obligado desear, como ocurre en este caso, que el nuevo partido político coseche muchos éxitos y que posponga siempre sus propios intereses a los de toda la sociedad, a fin de no caer en lo que ha ocurrido con las viejas formaciones políticas que han olvidado anteponer el bien común a sus propios intereses corporativos.
Hoy por hoy los dirigentes de Podemos, salvo su líder, son unos absolutos desconocidos y espero que no desilusionen a los que le han confiado su voto. De ahí que recordemos a Groucho Marx, cuando decía: ‘Disculpen si les llamo caballeros, pero es que todavía no les conozco muy bien’».
Después, no hace falta decirlo, se sabe perfectamente cuál ha sido su itinerario hasta llegar a las elecciones del pasado 20 de diciembre, en las que ha obtenido, junto con otras fuerzas afines, 69 escaños. Por supuesto, azuzado por los sondeos preelectorales, Pablo Iglesias y sus correlegionarios estaban convencidos, después de una sorprendente remontada, que podían llegar a ganar las elecciones y formar Gobierno, bien solos o bien con el PSOE y alguna otra fuerza política. No es extraño, por tanto, que en dos de sus recientes comparecencias ante la prensa, Pablo Iglesias, que no ha obtenido el clamoroso éxito que esperaba, ofreciese al PSOE, displicentemente, la posibilidad de entrar en un Gobierno que presidiese teóricamente Pedro Sánchez, pero que su vicepresidente, con mando en plaza, fuese el propio Pablo Iglesias.
En efecto, según ha expresado varias veces, se atribuiría así competencias decisivas en el CNI, RTVE, CIS, BOE, y en dos nuevas secretarías de Estado, una contra la corrupción y otra para el control de los derechos humanos. Además, bajo el subterfugio del consenso, sería necesario contar con su acuerdo para nombrar a casi una centena de altos cargos de los diferentes Ministerios.
Algunos constitucionalistas en Estados Unidos afirman que el cargo de vicepresidente en dicho país, es uno de los más tontos del mundo, pues salvo la presidencia del Senado, que en la práctica la ejerce un suplente, o salvo que muera o dimita el presidente, como ocurrió con Kennedy y Nixon, se convierte automáticamente en presidente de la Nación, pasando del cero al infinito. Pues bien, en la España actual, la propuesta de Podemos sería convertir al próximo Gobierno, si es que se forma –lo que es altamente improbable–, en un régimen vicepresidencialista, convirtiéndose el presidente en un mero colaborador del vicepresidente.
Todo ello queda plasmado en el despropósito que ha presentado Pablo Iglesias bajo el nombre de Bases políticas para un Gobierno estable y con garantías. El conjunto de objetivos que se formulan en ese bodrio combinan algunas propuestas sensatas, con utopías irrealizables, con cuantiosos gastos que la economía española no podría soportar, y con la ineludible reforma de la Constitución que es necesaria en gran parte de sus enunciados. En este sentido, ese popurrí configura lo que Pablo Iglesias ha denominado «una nueva Transición», título también de uno de sus libros, en el que expone que «en los próximos meses va a dirimirse en España, siempre con un ojo mirando a Europa, la forma en la que se resolverá la nueva Transición en marcha».
Ahora bien, tengo la impresión de que Pablo Iglesias, que nació unos meses antes de aprobarse la Constitución de 1978, no conoce bien el percal. En efecto, lo que abarca esta denominación que ha tenido un enorme eco internacional, está formada por tres elementos: el primero, consistió en el paso pacífico de una dictadura a una democracia; el segundo, en la reconciliación entre los españoles de los dos bandos de la Guerra Civil, salvo minorías terroristas; y el tercero, en lograr una Constitución que por primera vez en nuestra historia se aprobó por consenso de todas las fuerzas políticas.
Sin embargo, lo que se desprende de la actividad de Podemos es más bien lo contrario. En primer lugar, surge la duda, en el caso de un Gobierno hegemónico de Podemos, de si pasaríamos de una democracia imperfecta, pero democracia al fin y al cabo, a una «democracia» totalitaria. En segundo lugar, aunque haya razones suficientes para criticar al Gobierno inmovilista del PP en estos años, condenar a este partido a los infiernos es volver a resucitar las dos Españas y el enfrentamiento entre españoles.
Y, por último, se desprende del documento de Podemos que como no se puede contar con el PP para alcanzar la mayoría cualificada que se exige para reformar la Constitución, se propone utilizar otros artículos de la misma en un atajo claramente inconstitucional, denominado proceso «destituyente», que acabaría con la Constitución. En consecuencia, no hay nada que pueda permitir hablar de una segunda Transición, pues como ha escrito certeramente en este diario, Jorge Bustos: «¡Cómo no vamos a estar orgullosos con la genuina Transición, si por ahora está bien claro que aquel fue el único instante en que España fue diferente de sí misma!».
Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.