JON JUARISTI – ABC – 19/03/17
· Populismo: metamorfosis de los nacionalismos en escarabajos necrófagos.
Y si la proliferación de los populismos anunciase lo contrario de lo que parece indicar? ¿Y si fuese un síntoma de la inminente muerte de las naciones? El marxismo parecía gozar de una excelente salud en la Europa de entreguerras, cuando, tras la Revolución Rusa, nacían partidos comunistas por todas partes. Sin embargo, algunos clarividentes socialistas se dieron cuenta de que el proletariado, o sea, la clase que no tenía patria ni otra cosa que perder que sus cadenas, había desaparecido (si es que existió alguna vez).
También la burguesía patrimonial se iba extinguiendo, sustituida en su mayor parte por una nueva clase media asalariada. Así que la Revolución Rusa fue seguida en Europa occidental por una serie de conatos fracasados de insurrecciones bolcheviques y por numerosos fascismos triunfantes dirigidos por partidos obreros «nacionales». La nación, esa forma de comunidad política nacida a finales del XVIII, se mostró tan resistente al internacionalismo socialista que incluso los bolcheviques tuvieron que nacionalizarse hasta las cachas, tanto en la URSS como en las democracias populares.
La nación, según el antropólogo marxista Benedict Anderson, es una comunidad imaginada, cuyos miembros creen en su existencia porque pueden imaginarla, aunque sólo conozca, cada uno de ellos, a una pequeñísima parte de sus connacionales. Pero si la nación ha funcionado hasta hace poco como comunidad imaginada, ello se debe a que era imaginable. Uno (o una) podía imaginar comunidades de gente como él mismo (o ella misma), con la misma lengua, la misma religión, el mismo entorno y clima y la misma historia. Obviamente, existían minorías diferentes o con rasgos culturales, religiosos o lingüísticos divergentes de los de las mayorías nacionales, lo que planteaba problemas en el seno de las naciones-estado (sobre todo en Europa oriental) que se resolvían o no, pero siempre de forma desagradable.
Ahora, en cambio, ni siquiera en un pequeño país como Holanda resulta imaginable una comunidad nacional homogénea. Ante la disolución de las comunidades imaginadas, los populismos identitarios tratan de movilizar a la población de «pura cepa» contra los alógenos, mientras los populismos de izquierda buscan crear nuevas comunidades posnacionales lanzando contra lo que queda de la vieja nación a las mayorías autóctonas descontentas y a los inmigrantes, en aras de la igualdad y de la fraternidad.
Los partidos populistas como Podemos, cuyos cuadros son mayoritariamente autóctonos, predican con el ejemplo, practicando una suerte de «traición generosa» que se manifiesta en el ataque a todo lo que huela a tradición propia. Parecen suponer, por ejemplo, que si se consiguiera erradicar el cristianismo de la vida pública y de las mentes de los párvulos, las comunidades emigrantes islámicas se secularizarían de manera fulminante, conmovidas por la renuncia colectiva de los indígenas a su religión ancestral.
Tal hipótesis es profundamente estúpida, aunque también estúpidamente profunda, y por eso va calando. En los establecimientos de la mayor cadena de librerías de mi región natal, las secciones que antes se denominaban de «religión» o «religiones» ostentan ahora el marbete de «creencias». Ahora bien, «creencia» se relaciona en román paladino con la superstición, no con la fe religiosa.
En el País Vasco existía, por ejemplo, la creencia de que si no se comunicaba formalmente a las abejas el deceso del amo de la casa, los laboriosos bichitos se pondrían en huelga indefinida. Pero eso no tenía que ver con la antigua y casi desaparecida religión de los vascos (o sea, con el catolicismo). Los musulmanes todavía captan la diferencia.
JON JUARISTI – ABC – 19/03/17