JUAN MANUEL DE PRADA – ABC

¿Hay algo más acorde con el orgullo romántico del nacionalismo que una convocatoria de referéndum ilusorio?

EL pecado demoníaco por excelencia es el orgullo. Por orgullo se rebeló Lucifer y fue expulsado del cielo; y por orgullo de querer ser como dioses probaron el fruto del árbol prohibido nuestros primeros padres. El romanticismo exaltó el pecado del orgullo y lo quiso convertir en virtud del hombre endiosado que sólo puede amarse a sí mismo, rezarse a sí mismo, adorarse a sí mismo. Inevitablemente, fue el endiosado hombre romántico el que se burló de los conceptos de patria y patriotismo, que son hijos del amor, y exaltó los conceptos de nación y nacionalismo, que son hijos del orgullo.

Santo Tomás consideraba que el amor a la patria era una expresión de la piedad, que es la virtud de reverencia que se profesa a las cosas que consideramos especialmente valiosas, aunque sean pequeñas, feas y frágiles; pues, amándolas (y corrigiéndolas) en su pequeñez, fealdad y fragilidad, las mejoramos cada día. El patriotismo se nutre de vínculos afectivos ciertos, de amores palpables a nuestros ancestros, a los paisajes que nos vieron crecer, a las tradiciones que heredamos y reverdecemos, a los principios que compartimos. El nacionalismo, por el contrario, se nutre orgullosamente de lo que los románticos llamaban el «espíritu del pueblo» (Volkgeist), un principio subjetivo que se impone colectivamente a los hombres para unificarlos, a la vez que segrega a quienes se perciben como extraños. El Volkgeist fomenta la igualdad de hormiguero y segrega al extraño, excluye lo diferente y anhela una pureza que expulsa de su seno a quienes piensan distinto. Por supuesto, el nacionalismo romántico proclama la autonomía absoluta de la nación: frente al patriota que, sabiéndose necesitado de otros hombres, busca el auxilio de sus vecinos (y la ayuda de Dios), el nacionalista se cree autosuficiente, omnisapiente, infalible. Su amor a la nación no nace, como el amor del patriota, de una piedad abnegada, sino de una soberbia ciega e idolátrica. Porque la nación es el espejo en el que se contempla orgullosamente, la creación que alimenta su conciencia de superioridad, la prueba de que su razón endiosada puede ignorar las enseñanzas de la Historia y la urdimbre de afectos e instituciones con que se amasan las realidades de la vida.

En el concepto romántico de nación se consagra el derecho de la razón de configurar la realidad a su antojo, en contradicción con los hechos ciertos, en contradicción con la carne y la sangre, en contradicción con lo que Chesterton llamó «la democracia de los muertos». El nacionalismo se erige así en el hijo predilecto de una política prometeica, pura poiesis o arte de construir abstracciones, en rebelión contra una política aristotélica, que es praxis que parte de la realidad para introducirle correcciones y mejoras al servicio de la comunidad. El nacionalismo romántico desprecia orgullosamente la realidad existente y se afana por imponer hegemónicamente una salvífica realidad ilusoria que la desplaza y sustituye. Y, sirviéndose de todos los medios (desde la escuela a los medios de comunicación), el nacionalismo romántico impone hegemónicamente esta realidad ilusoria (¡y salvífica!) a todos los individuos que aspiran a participar del Volkgeist; es decir, a todos los que quieran redimirse y elevarse orgullosamente sobre la chusma de incrédulos, tibios, traidores y enemigos del pueblo. A los que, por supuesto, se marcará y condenará al ostracismo; y a los que se controlará con métodos de vigilancia variopintos, a veces rebozaditos con el almíbar de la «fiesta democrática». ¿Acaso hay algo más acorde con el orgullo romántico del nacionalismo que una convocatoria de referéndum ilusorio?