ARCADI ESPADA – EL MUNDO
· Mi liberada: Nunca había sucedido algo igual. Aunque el lugar donde algo parecido sucedió fue en Cataluña y también en octubre, cuando el presidente Lluís Companys se alzó contra la República. El 6 de octubre dejó más de cuarenta muertos y tres mil –tres mil– personas encarceladas, entre ellas las máximas autoridades catalanas. Y supuso la liquidación parcial de la autonomía, que no recobró su plenitud hasta la aprobación del Estatuto de 1979. El 6 de octubre tiene algunas similitudes con este octubre del Proceso. Un gobierno regional se levanta contra el gobierno del Estado. Y el levantamiento –a diferencia del complot senil de Francesc Macià en plena dictadura de Primo de Rivera– se produce contra un gobierno democrático, aunque acabado de hacer y frágil. Los dos octubres comparten un instante elegantemente descrito en Democracia y totalitarismo, el viejo libro de Aron que Página indómita acaba de traducir al castellano: «Mientras se respeten las reglas constitucionales, siempre se conservará algo.
Es preservando la legalidad en el momento en que los hombres se dejan arrastrar por las pasiones como se mantiene al menos la paz civil. Así pues, recurriendo a una expresión de Ferrero, diré que el régimen constitucional es aquel en el que, a pesar de todo, la barrera suprema consiste en un hilo de seda–el de la legalidad. Si este hilo de seda de la legalidad se rompiese, asomaría de manera inevitable en el horizonte el filo de la espada». El antecedente del 34 no se debe olvidar, por lo que revela de propensión nacionalista al ejercicio de la ilegalidad. Pero, lógicamente, las diferencias son enormes. Y la más importante es que el alzamiento del gobierno de Cataluña no es solo contra el orden español sino también contra el europeo.
La bronca necesidad de combatir o de apoyar el Proceso oculta a veces su tremenda novedad técnica: un intento de revolución en un lugar y un tiempo donde La Revolución –teoría y práctica– ha desaparecido. Los que combaten el Proceso prefieren hablar, erróneamente, de golpe de Estado. Es probable que revolución les parezca demasiado prestigiosa. No debería ser así: en democracia la revolución es siempre un delito. Ninguna de las supuestas naciones sin Estado ha hecho nada igual. Ni Escocia ni Quebec ni Baviera ni la fantasmagórica Padania. Los ejemplos que suelen traerse, desde Kosovo a Ucrania, son inservibles: todos son réplicas del devastador terremoto que siguió al final del mundo soviético. Nada que ver con Cataluña y el resto de España, incorporadas desde hace 40 años a Occidente.
Una élite nacionalista exige al Estado español la liquidación del sujeto soberano descrito en la Constitución de 1978. La reivindicación no tiene fundamento objetivo, como los propios nacionalistas han acabado reconociendo. Política, económica y culturalmente los catalanes ejercen el mayor nivel de autogobierno de su historia, con pocos ejemplos equiparables en el resto del mundo. Durante los primeros años del Proceso, y coincidiendo con los últimos latigazos de la crisis, la innoble falsedad del Espanya ens roba, en la que cuajaron 40 años de sostenido victimismo, fue la dominante. Pero una vez cumplida su función de alistamiento, se abandonó. Como en realidad han ido abandonándose todas las razones más o menos inventadas: el Proceso se hace porque sí. A partir de un cierto momento se desarrolló sin más razones que la pura acción: manifestaciones, el referéndum del 9 de noviembre o las elecciones.
Mientras tanto sus promotores dieron múltiples señales inequívocas de que el Proceso era un fin en sí mismo y no una táctica para obtener más cuotas de poder. El presidente Rajoy fue de los últimos españoles en creerlo. Admito que lo que sigue solo sea una prueba poética. A los pocos días de que Carles Puigdemont fuese nombrado presidente un locutor radiofónico llamó a La Moncloa y logró hablar con Rajoy, haciéndose pasar por Puigdemont. Durante la breve conversación dio tiempo a ver cómo Rajoy interpretaba que en la petición de diálogo de su supuesto homólogo había la voluntad de corregir el Proceso. Hasta se le oyó ronronear satisfecho, segundos antes de que el locutor desvelara su impostura. Rajoy y el bendito tercerismo comprobaron demasiado tarde que el Proceso hace lo que dice. Es probable que incluso algunos de los que lo apoyan pensaran también que era un método de arrancar más concesiones al Estado. De ahí arranca una grave incógnita: habrá que ver qué actitud tomarán esos tacticistas una vez les quede claro que el Proceso es un asalto revolucionario. La manifestación de mañana –donde creo que te acompañará menos gente que en otros años– y lo que suceda en las calles el 1 de octubre determinarán qué número de procesionarios eran más tácticos que sus líderes.
Una conspiración de mentiras amasadas por cuarenta años de autogobierno, formalizadas a diario por unos medios de comunicación potentes, eficaces y serviles, y diseminadas de modo brillante e impertérrito sobre uno de los lugares donde mejor se vive de la Tierra, va a afrontar estos días su instante decisivo. El Proceso plantea el inédito problema de cómo una democracia moderna se enfrenta a una revolución. Desde 1945 las democracias han afrontado terrorismo, golpes de Estado o disturbios. Pero la revolución es inédita. Y la pregunta es si esta revolución plástica, en todos los sentidos de la palabra, va a tener un desenlace acorde con su matriz poshmoderna. Esta es una revolución donde uno de sus cabecillas, el ex presidente delincuente Artur Mas, declaraba el otro día, ante el requerimiento del Tribunal de Cuentas, que si le quitaban cinco millones de euros le dejaban sin nada; y acto seguido corría el pueblo asalariado a socorrerle en colecta. O sea, una revolución nada fácil.
La revolución fracasará porque una democracia europea no puede sucumbir a la revolución. Pero cómo fracasará es incierto. Pronto sabremos si el Estado puede disolverla, como en algún momento se creyó capaz: con acciones preventivas, mecanismos jurídicos o requisas económicas. O a partir de cuál de sus movimientos caerá en el rudo y clásico instante de las detenciones, provocado por los flagrantes delitos de sedición o contra la Constitución que se produzcan. Y qué apoyo recibirán las élites de la antigua famélica legión reconvertida en masas de bulímicos sentimentales. El interés del caso catalán se ha centrado en analizar los métodos modernos mediante los que el viejo nacionalismo había conseguido imponer sus tóxicos relatos tradicionales. Pero el interés ahora, mucho más complejo e inesperado, es observar cómo una democracia ciñe el filo de la espada a una revolución lógica y axiomáticamente antidemocrática.
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