Jorge de Esteban-El Mundo
El autor explica por qué el acto en el que fue investido el nuevo presidente de la Generalitat fue nulo de pleno derecho. Y considera disparatos los nombramientos de consejeros.
La preocupante situación en la que nos encontramos se debe a varias causas, pero la más decisiva es la extraña política de inmovilismo que el Gobierno mantiene desde hace años. Esta dejadez y el hecho de no haberse tomado las medidas oportunas en su momento se están agravando tras la elección de Torra, hasta el punto de que se prolongará la aplicación del artículo 155 en tanto en cuanto no haya un Gobierno legal y no el propuesto con algunos presuntos delincuentes. Es más: se habla incluso de aplicar nuevamente las medidas del artículo 155 en el futuro si resulta necesario. Lo cual viene a demostrarnos dos extrañas contingencias: por un lado, que si se vuelve a invocar éste por segunda vez es porque la primera no ha servido prácticamente de nada, pues no se ha logrado la normalidad democrática en Cataluña. Y, por otro, que asistimos a una extravagancia completamente excepcional en las democracias constitucionales y descentralizadas.
En efecto, no creo que haya existido alguna vez un fenómeno que se contempla hoy en la España descentralizada y es que, siendo un Estado de derecho, la Comunidad Autónoma de Cataluña ya no lo es. Algo insólito pero que es así, ya que se trata de una región separatista que se está convirtiendo en un régimen de tendencia totalitaria. Como es bien sabido, todo Estado de derecho debe descansar fundamentalmente en dos vigas que sostienen todo el edificio constitucional: el principio de legitimidad y el principio de legalidad. Voy a examinar cada uno de estos requerimientos para demostrar que si el Estado no interviene urgentemente no podremos evitar la que se nos viene encima.
Empecemos por el principio de legitimidad, que podríamos definir como el conjunto de cualidades éticas que debe tener un Gobierno para que los ciudadanos le presten voluntariamente –al menos de forma mayoritaria– una obediencia que se base en la razón y en los valores democráticos. De este modo, el arte de los políticos consiste en gran parte en persuadir a los ciudadanos de que ellos poseen esas cualidades. Así las cosas, lo que viene sucediendo en Cataluña es la refutación continua de que la mayoría de catalanes, y también la mayoría de españoles, opinaba que en el caso del Gobierno de Puigdemont, aun aceptando que tuviese una legitimidad de origen, perdió indudablemente la legitimidad de ejercicio por haber caído en una conducta delictiva. Pero, en el caso de Joaquim Torra, ni siquiera tiene la legitimidad de origen, porque así lo confirman, sin ánimo exhaustivo, una serie de hechos.
En primer lugar, es inaudito que haya podido llegar a presidir la Generalitat una persona que por sus palabras –en sus tuits, libros o conferencias– ha demostrado, como atestiguan universitarios de España y de otros países, que es un racista, xenófobo y supremacista que ha injuriado a los españoles, y que mantiene que hay que ser implacables con los catalanes que no quieren separarse de España. Pensemos también que la forma de llegar a ser candidato a la Presidencia de la Generalitat va en contra de la creencia democrática de que un cargo de este relieve no se puede alcanzar exclusivamente por la decisión del dedo del anterior president, sin otros candidatos y sin el consabido debate.
Del mismo modo, Torra trata de demostrar su inexistente legitimidad afirmando que está siguiendo el mandato popular del pseudo-referéndum del 1 de octubre, cuando es conocido, por una parte, que era una consulta ilícita y, por tanto, sin validez jurídica, y, por otra, que precisamente por eso muchos electores no quisieron participar en algo ilegal y manipulado para no formar parte de un espectáculo bochornoso con urnas embarazadas y un recuento a boleo, sin ningún tipo de garantías y, encima, con unos Mossos que traicionaron al Estado y a la Constitución. Si bien se mira, la guinda de estas ignominias que sustraen cualquier rasgo de legitimidad a Torra ha sido su decisión de formar un Gobierno con prófugos de la justicia y presos en espera de juicio. Esto es, como diría mi antiguo alumno, el prestigioso filósofo y jurista, Javier Gomá, no hay políticos que se acerquen menos al arquetipo de ejemplaridad que todo dirigente debe ofrecer.
Pasemos ahora a analizar el principio de legalidad por el que se rige, si es que se rige, el nuevo presidente –por ahora– de la Generalitat de Cataluña. Antes de entrar en algunos casos concretos, cabe afirmar que tanto Puigdemont como hasta ahora Torra se mueven en un terreno en el que continuamente están lindando con lo antijurídico, cuando no se introducen claramente de lleno en la violación del Derecho. Baste para comprobarlo la carta que han enviado un centenar de juristas catalanes al presidente Rajoy, según expone La Vanguardia, en la que afirman que Torra presentó «un programa que implica la derogación de facto de la Constitución y el Estatuto».
En tal sentido, cabría preguntarse, a mi entender, si el acto en que se le invistió como presidente de la Generalitat no fue nulo de pleno derecho. En efecto, porque según el artículo 62.1.f de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, son nulos de pleno derecho, entre otros supuestos, «los actos expresos o presuntos contrarios al ordenamiento jurídico por los que se adquieren facultades o derechos cuando se carezca de los requisitos esenciales para su adquisición». Lo que quiero señalar es que su elección como presidente no es válida, a mi juicio, porque obtuvo 66 votos a favor, 65 en contra y cuatro abstenciones; es decir, fueron decisivos los votos de Puigdemont y de Comín que se hallan huidos de la justicia, uno en Berlín y otro en Bruselas. En otras palabras, si nos atenemos a lo que señala el artículo 139.1 de la Constitución, en lo que se refiere a la organización territorial del Estado, «todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado». En otras palabras, un español que ha huido de la Justicia y que se encuentra fuera del territorio del Estado no puede gozar de los derechos de sufragio activo y pasivo, porque habiendo recibido una citación judicial –de obligado cumplimiento para todos los españoles–, si no se comparece, a no ser por causa justificada, se comete un delito y, por lo tanto, queda incapacitado para votar o ser votado, porque en el momento en que entrara en territorio español sería detenido.
EL VOTO DELEGADO de ambos prófugos, admitido por la mesa del Parlament, es inconstitucional. Y, por si hubiera dudas, recordemos lo que señala el artículo 149.1.1º de la Constitución: «El Estado tiene competencia exclusiva sobre las siguientes materias: la regulación de las condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los deberes constitucionales». Dicho de otro modo, la Mesa del Parlament no tiene competencias para admitir el voto delegado de dos ciudadanos que han faltado a su deber u obligación de cumplir con una citación judicial y, por tanto, no pueden ejercer los derechos de votar y de ser votados, puesto que si entran en España para ejercerlos serían inmediatamente detenidos.
En consecuencia, los votos delegados de Puigdemont y Comín son inconstitucionales y, por consiguiente, al descontarlos de los 65 votos de la investidura se quedan en 63, mientras que la oposición obtuvo 64, uno más. El acto de investidura de Torra, por no poseer los requisitos exigidos en la LRJYPA es, a mi modo de ver, nulo de pleno derecho y habría que volver a repetir la votación sin tener en cuenta a Puigdemont y Comín.
De igual suerte, hay que insistir en que, aunque se desconozca, en la España actual está vigente el Real Decreto 707/1979 de 5 de abril que señala en su artículo 1 lo siguiente: «En el acto de toma de posesión de cargos públicos en la Administración, quien haya de dar posesión formulará al designado la siguiente pregunta: ‘¿Juráis o prometéis por vuestra conciencia y honor cumplir fielmente las obligaciones del cargo [el que sea], con lealtad al Rey y guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado?’». Bien es cierto que este juramento se suele cumplir en la toma de posesión de los cargos de la Administración central y que, por tanto, está en plena vigencia. Pero como en tantas otras cosas, el Gobierno mira para otro lado en lo que se refiere a Cataluña, donde se debía exigir con mayor rigor. Así, Torra pronunció una promesa según le vino en gana, recortando lo que exige el artículo 2.4, del Estatuto y que podía haber realizado igualmente en la sala de estar de su casa ante una mesa camilla.
Es más: en todos los Reglamentos parlamentarios, tanto los del Congreso de los Diputados y del Senado como los de las Comunidades Autónomas, se exige jurar o prometer el respeto a la Constitución. Para que este juramento sea válido debe hacerse públicamente, lo que ignoramos haya sucedido en el caso de los diputados del Parlament, incluidos Puigdemont y Torra. Por consiguiente, se trata de otra ilegalidad manifiesta.
Y, para acabar, mencionemos otro caso flagrante de violación o fraude de la legalidad vigente. En el discurso de su primer intento de investidura, Torra formuló apocalíptico una serie de promesas que violaban la Constitución, como la creación de un Consejo de la República, o algo así, el rescate de leyes declaradas inconstitucionales por el TC o la promesa de una modificación del Estatuto sin recurrir a la fórmula legal para su reforma, esto es, para pasar así por encima de la mayoría cualificada requerida con la que no cuenta, demostrando su total desprecio a las minorías parlamentarias no separatistas.
Esperemos, pues, por las razones apuntadas, que Joaquim Torra deje pronto la Generalitat. Y, si esto no es posible, que se acabe dando cuenta de que no se puede perfumar con el frasco de colonia cerrado.