JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-El Correo

La actualización del autogobierno que persigue el PNV, junto con EH Bildu, es una vuelta imposible a una etapa en que el Estado se hallaba en fase constituyente

La semana que mañana empieza concluirá en el Parlamento vasco el debate de la ponencia encargada de proponer a diez expertos sus conclusiones provisionales sobre la reforma del Estatuto o, según más parece, sobre «la actualización del régimen foral» prevista en la Adicional Primera de la Constitución. Como principal impulsor de la iniciativa, el PNV ha llevado la voz cantante y dejado mayor huella en el resultado. El texto final puede considerarse suyo. El PP se ha inhibido; el PSE ha obrado con tanta cautela y reserva, que apenas han trascendido sus aportaciones; Elkarrekin Podemos, más activo, se ha servido del método de las enmiendas para corregir o enriquecer el texto principal; y EH Bildu, en un movimiento de calado fundamentalmente táctico, ha hecho suya la propuesta del PNV y formado con él la mayoría necesaria para, caso de proponérselo y a expensas del dictamen de los expertos, aprobar el texto definitivo y enviarlo al Congreso de los Diputados. Así las cosas, la valoración ha de centrarse por necesidad en la propuesta conjunta PNV-EH Bildu.

Empezaré por el Preámbulo, al que ya dediqué unas líneas cuando se publicó. Añadiré un par de críticas. La primera, formal, pero relevante. Quien ha escrito un libro sabe que el preámbulo, pese a lo que el término indica, es lo último que se redacta. Aquí ha sido lo primero. No es una decisión inocente. Se pretende imponer al lector, desde el principio, la perspectiva desde la que debe leer el texto. Asimilado el Preámbulo, nada de lo que vaya a encontrar en el texto le causará asombro. Si somos lo que aquél dice, todo lo demás habrá de dársenos por añadidura. Llegamos así al fondo del asunto.

Si el Preámbulo hubiera sido, como de una exposición de motivos se espera, el reflejo de lo que en el articulado se hubiere consensuado y aprobado –y no al revés–, el encomio que en él se hace de nuestra identidad nacional habría tenido características muy distintas. La diversidad de nuestra sociedad –lingüística, cultural y de origen–, que se ha hecho ya constitutiva de nuestro carácter, se habría erigido en centro de loa y en principal motivo de orgullo identitario. Pero no. El fin era bien otro. Se trataba de definir la identidad vasca en términos que, por sectarios y tendenciosos, habrían de resultar excluyentes, además de falsos. La realidad ha quedado desplazada por el mito. Y tal desplazamiento no es inocuo. De él viene, por ejemplo, el dislate que en el articulado se expresa mediante la distinción entre ciudadanos y nacionales, que, en su vaporosa vaguedad, da pie a las más inquietantes alarmas.

El articulado, por su parte, no falla en lo que pide, que siempre está sujeto a la transacción, sino en lo que se propone hacer del nuevo Estatuto. Representa la vuelta al origen, es decir, al período en que el Estado se hallaba aún en la fase constituyente, en vez de situarse donde el Estado se encuentra realmente ahora, a saber, en el estadio de ya constituido. Y es que el derecho a decidir como eufemismo de la autodeterminación, la relación confederal con el Estado, la foralidad y los derechos históricos como coartada para la exceptuación respecto de la Constitución y como único vínculo entre Euskadi y el Reino de España o la soberanía originaria que trata de disimularse en esa bilateralidad «de igual a igual» y no subordinada fueron, todos ellos, conceptos que el nacionalismo esgrimió en el momento constituyente y que no se asumieron por no considerarse susceptibles de constitucionalización. Volver ahora a plantearlos, vía reforma del Estatuto o vía «actualización general del régimen foral» que la propia Constitución prevé, resulta ser, por inviable, una propuesta disgregadora de la actual cohesión social y enemiga de la estabilidad política. Tenemos experiencia propia y ajena. Pero no parece que hayamos escarmentado.

El nacionalismo ha puesto sobre la mesa el máximo de sus pretensiones. Tiene derecho a hacerlo. Pero tal exhibición de fuerza no es inocua. Resultará, más bien, enormemente perjudicial. Su seguro fracaso acarreará frustración y victimización, lo peor, como estamos viendo en Cataluña, que le puede pasar a un país que se tiene por serio. Y debilitará aún más hasta nuestra pretendida, pero nunca bien asentada, identidad nacional.