Ignacio Varela-El Confidencial
Algún día, en el futuro, en las facultades de Derecho se estudiará este juicio; y en muchas ciudades españoles existirá la Calle del Juez Marchena, y los niños preguntarán a sus padres quién fue
Pocos jueces han pasado a la convulsa historia moderna de España por un ejercicio ejemplar de su función al servicio de la Ley y del Estado en momentos trascendentales. Uno de ellos es Manuel Marchena, que ha conducido el juicio contra los responsables de la sublevación institucional que se produjo en Cataluña en septiembre y octubre de 2017 (mal llamado “juicio del ‘procés’”, porque no se ha enjuiciado en él ningún proceso político, sino los actos delictivos cometidos a su amparo).
Que levante la mano quien no albergara los peores temores –o las fantasías más turbias- por la coincidencia del juicio con dos convocatorias electorales de ámbito nacional. Unos imaginaban (imaginábamos) las calles de Cataluña incendiadas de nuevo, y temían (temíamos) la instrumentalización victimista del juicio por parte de los nacionalistas para contaminar las elecciones. Otros se estremecían ante el impacto del evento en la opinión pública internacional, con todas las cadenas del mundo abriendo sus informativos con la imagen de 12 dirigentes políticos sentados en el banquillo. Algunos advertían, con razón, de la fenomenal plataforma pública que disfrutaría el partido de la extrema derecha actuando como acusación popular. Vox no necesita campaña porque el juicio será su mejor campaña, se llegó a decir.
Los primeros pasos del juicio parecieron confirmar todos los temores. Los acusados galleaban, adiestrados por sus abogados-militantes para convertir cada uno de sus testimonios en un mitin. El secretario general de Vox galleaba aún más dentro de su toga, listo para convertirse en la estrella de la función. Los fiscales cometían errores de principiante. Y el paso por el estrado de los responsables del Gobierno de la época (Rajoy, Sáenz de Santamaría, Zoido) nos llenó de bochorno por su cobardía.
Los acusados galleaban, adiestrados por sus abogados-militantes para convertir cada uno de sus testimonios en un mitin
Todo ello, con más de 600 periodistas y 50 medios internacionales cubriendo el acto, transmitido íntegramente en riguroso directo para que millones de personas pudieran contemplarlo en cualquier dispositivo. Nunca antes se había visto a gente atendiendo a un juicio con su teléfono móvil en el metro o en la televisión de un bar. Pasen y vean, señoras y señores, el mayor espectáculo del mundo. Aquello prometía ser un circo mediático y una bomba política.
Hacía falta alguien muy grande para enderezar el quilombo. Ahora que el juicio está a punto de concluir, podemos decir que Marchena lo consiguió, imponiendo su ley –la Ley- en todos los planos. Poco a poco hizo posible lo que parecía inverosímil: que lo ocurrido en el Tribunal Supremo sea nada más –y nada menos- que un verdadero proceso penal, inmaculado en su desarrollo y con garantías sobradas de escrupulosa limpieza, ajustado a criterios estrictamente jurídicos y políticamente descontaminado. El mejor síntoma fue que pocos días después la tribuna de la prensa estaba ya semivacía. El derecho aburre.
Los beligerantes defensores de los encausados tendrán difícil demostrar en Estrasburgo que esto ha sido un juicio político o que se han lesionado los derechos de sus clientes. Ellos mismos, envalentonados al principio, han terminado dirigiéndose al tribunal con sorprendente respeto y sumisión. Entre otras cosas, para no hacer el ridículo.
Los beligerantes defensores de los encausados tendrán difícil demostrar en Estrasburgo que esto ha sido un juicio político
Marchena ha demostrado que sabe más derecho penal y procesal –también constitucional- que todos los picapleitos que tenía enfrente. Ha revelado poseer un finísimo olfato político para detectar y desactivar, una a una, todas las trampas que le han ido poniendo. No ha perdido el control del proceso en ningún instante. Ha impuesto su autoridad sin levantar la voz, simplemente señalando a cada uno su lugar y el lugar en el que estaban. Y no es que hayan faltado provocadores profesionales entre los 500 testigos que han desfilado por ese estrado, ni abogados avispados dispuestos a azuzarlos.
Con todo, lo milagroso ha sido la desinfección política del proceso. Casi tres meses de precampaña y campaña y dos jornadas electorales, varios acusados colocados arteramente en las cabeceras de las candidaturas para manipular su doble condición de reos de la justicia y representantes electos. Sin embargo, nadie puede sostener que el juicio haya sido un factor determinante de la campaña electoral ni del voto ciudadano. El juicio y las elecciones han transcurrido en paralelo, con asepsia inesperada. Nadie puede achacarle su ventura o desventura en las urnas: sin él, el resultado habría sido igual.
Con ello se desinflaron muchas expectativas y algunos diseños de campaña se fueron al garete. En todos los espacios políticos había quienes esperaban obtener beneficio electoral de un juicio políticamente inflamado. Finalmente, han tenido que buscar los votos en otro sitio.
A Marchena y sus compañeros de tribunal les queda la prueba más difícil: la sentencia. Pocos dudan de que en septiembre del 17 se declaró un golpe de Estado cuando el Parlamento de Cataluña derogó unilateralmente la Constitución y el Estatuto, y que el golpe se mantuvo activo hasta la declaración de independencia del 27 de octubre.
El problema es que el Código Penal no contempla como tal el delito de golpe de Estado. El legislador jamás consideró la hipótesis de una sublevación contra el Estado desde una de sus instituciones, y se limitó a prevenirse contras las asonadas violentas, generalmente militares, que han marcado la historia moderna de España. Por eso el encaje de este delito es complicado. En otras ramas del derecho los vacíos legales se suplen mediante analogías conceptuales, pero en el ámbito penal, singularmente garantista, hacer eso resulta problemático. Será la sentencia más trascendente de nuestra historia jurídica. No sólo por la importancia intrínseca del caso, sino porque señalará un camino para que el legislador corrija sus insuficiencias.
En el conflicto de Cataluña el Gobierno y los partidos perrearon, los empresarios miraron a otro lado hasta que la bomba les estalló en la cara, de los sindicatos mejor no hablar por pudor. Sólo el Rey y los jueces cumplieron integralmente con su deber. Algún día, en el futuro, en las facultades de Derecho se estudiará este juicio; y en muchas ciudades españoles existirá la Calle del Juez Marchena, y los niños preguntarán a sus padres quién fue ese señor.