DAVID GISTAU-EL MUNDO
ESTO no habría sido posible cuando el régimen del 78 todavía era sólido y frecuentaba la convicción narcisista de que nada anterior en la historia valía la pena en comparación. Una larga oscuridad centenaria sobre la cual por fin arrojó luz la inspiración fundadora de Juan Carlos y sus contemporáneos, eso fue España a partir de los primeros globitos de la fiesta de la democracia.
Pero en la España de hoy, la que permanece atrapada en una desmoralización agravada por los reflejos del autoodio, prolifera un personaje asociado a la cháchara de los curanderos: el profeta puro que descendió a la Tierra para cumplir una misión mesiánica y que fue saboteado por los siniestros esbirros del subsuelo donde se oculta, satánico, eterno, el verdadero poder.
En diferentes ámbitos hay personajes así que parecen atribuirse la frase de Swift que inspiró el título de la maravillosa sátira de Kennedy Toole: «Cuando aparece un genio, se le reconoce porque todos los necios se conjuran contra él». O todos los corruptos, pues como tales son tratados aquellos que se resisten al encanto de las apariciones curativas y han de ser desacreditados, no por lo que dicen, sino por las obligaciones mercenarias contraídas con el mismísimo Satán –para el caso, el Ibex, o Soros, o vaya usted a saber– que les obligan a decirlo.
A esta forma de fatalismo, casi relacionado culturalmente con el Gólgota, permanece aferrado, en sus horas bajas, Pablo Iglesias. El campeón de las maniobras elusivas ante la propia responsabilidad ha desarrollado una teoría en la que se coloca como un enviado providencial tan perfecto que la Cloaca no lo puede soportar y conspira para destruirlo. Una vez fabricado este contexto, sólo quien se rinde a Pablo Iglesias actúa con honestidad intelectual, los otros son sicarios de esos gordos con chistera y monóculo que rigen los destinos en los chistes anticapitalistas.
Iglesias no tiene argumentos conspirativos para explicar por qué el supuesto idealista, desapegado de las ambiciones, que sólo iba a estar en política un par de legislaturas antes de volver a los libros, se transformó en otro politicastro profesional que vocea exigiendo el carguito de mierda necesario para sacar provecho del cotarro. No sólo él es así –quién no es así en la rebatiña de pirañas de las negociaciones–, pero él presenta las mayores contradicciones con el propósito salvífico de su epifanía.