Pedro Ontoso-El Correo

De manera reciente se preguntaba en una entrevista a Arnaldo Otegi si es tan complicado afirmar que matar estuvo mal. El coordinador general de EH-Bildu despejaba el balón con la afirmación de que la sociedad vasca tiene superado este debate. Como si los años de violencia y terrorismo se hubieran quedado en una mera anécdota. Como si se hubiera dado al interruptor y se hubiese producido un apagón. Desde algún sector se asegura, incluso, que «no es acertado insistir desmesuradamente en la victoria, porque hostiga innecesariamente a los vencidos y les hace más resistentes a una auténtica reconciliación». Es verdad que existe ese riesgo de pasar página, por eso hay que combatir esa tentación. El paso de los años no tiene que hacer borroso el recuerdo. Por eso hay que liberar la palabra.

La sociedad vasca sigue atenta a ese debate porque se trata de una asignatura pendiente, al margen de su instrumentalización política. ETA y la violencia sigue apareciendo en las aulas, en los libros y en las televisiones porque la gente necesita hablar de ello. Y es bueno que así sea. HBO graba ocho episodios basados en ‘Patria’, la novela de Fernando Aramburu. Amazon prepara una serie basada en la voluminosa obra ‘Historia de un desafío’, dos tomos de Manuel Sánchez Corbi y Manuela Simón, publicados por la editorial Península. Casi 1.300 páginas que yo ya he devorado. El periodista Jon Sistiaga acaba de firmar una docuserie en Movistar, ‘ETA, el final del silencio’, en la que ha condensado mucho dolor y mucha memoria, pero nada de odio. Lo ha hecho con respeto y talento. Trabajos como este, que ha tenido mucho eco, son muy necesarios para recomponer la convivencia. Mirar al pasado siempre es doloroso, sobre todo cuando existen realidades sucias y el sufrimiento todavía está a flor de piel.

Sistiaga se ha adentrado también en el papel de la Iglesia durante los años de plomo. No es fácil entrar en ese análisis sin que te pase factura. Pero hay que hacerlo. Que hubo un pecado de omisión está claro. «No supimos impedirlo», me admitía de manera reciente un sacerdote, consciente de que se fue muy indulgente con la complicidad de la izquierda abertzale, que fue muy anticristiana y arrasó en sus sectores sociales. Aquel virus se inoculó, precisamente, porque había muchos excuras y exreligiosos rebotados en aquel movimiento que proporcionaban munición ideológica. Hay un sector de la Iglesia que no digiere esas críticas, como si esos años estuvieran en un ángulo ciego. Pero aquello no era soportable desde el Evangelio. «Aprecio vuestro trabajo cuando metéis el dedo en las llagas de la Iglesia», trasladó el papa Francisco a los informadores acreditados en el Vaticano hace bien poco. También ha dicho que el futuro de un país no se puede construir escondiendo a los muertos.

Todos fuimos cómplices, se escucha. Todos no. La pasividad de una parte de la ciudadanía con corazón de hielo fue lacerante. Cuando silbaban las balas fueron muchos los que se escondieron o se parapetaron detrás de discursos tramposos. Todos llegamos tarde al encuentro con las víctimas, se escucha. Todos no. Lo que se pretende es disimular el propio pecado. Podríamos decir, en una idea tomada del pensamiento del cardenal Martini, que ETA es el lado oscuro de nuestra historia y nos obliga a replantearnos cuestiones esenciales sobre nuestra propia conciencia y moral colectiva. Todavía no lo hemos hecho. Y el pasado vuelve una y otra vez. «Todos los tiempos son eternamente presentes» escribe el poeta T. S. Eliot en ‘Cuatro Cuartetos