Manuel Montero-El Correo

Hay una mayoría cogida por alfileres, pero con gente deseosa de grandes cambios: los recién llegados querrán demostrar sus ímpetus y los ‘sociatas’ no aguantarán que les ganen a progres

Nace el nuevo Gobierno con el aire de gran reformador, pero las cifras no le permiten echar las campanas al vuelo: una mayoría simple por los pelos da legitimidad, pero no capacidades omnímodas de actuación. Así que verosímilmente lo que iba a ser regeneración democrática se quedará en eslóganes. En el equilibrio inestable en el que viviremos los próximos tiempos -la inestabilidad va de suyo, pues quien asegura la gobernabilidad afirma que le importa un comino la gobernabilidad- resulta imposible pensar en grandes logros de este tipo: ni federalizaciones, ni nuevos modelos productivos, ni transformaciones transversales ni grandes cambios constitucionales. Tampoco empoderamientos que nos desvelen el significado de tal palabra.

Se ha optado por una mayoría cogida por alfileres, pero formada por gente deseosa de grandes cambios: los recién llegados querrán demostrar sus ímpetus, los ‘sociatas’ no aguantarán que les ganen a progres y los que apoyan desde fuera exigirán lo suyo, pues, desde su punto de vista, se han dejado los pelos en la gatera.

Argumentalmente, se diría que llega el momento de las ultrasoluciones. Tras la crisis del bipartidismo estas se convirtieron en el núcleo de los programas, por lo común sin más soporte que el voluntarismo y la fe. Las ultrasoluciones, el remedio definitivo para cuestiones históricas o recientes, se basan en la idea de que una medida rotunda acabará con cualquier problema: si subsiste alguno es por la indecisión o insolvencia de los gobernantes. Los recién llegados querrán mostrarse decididos y solventes.

Abundan las propuestas de ultrasoluciones -inmediata federalización de España, dar la vuelta al problema catalán, transformación económica radical-. Tienen inspiración doctrinal y se convierten en artículos de fe para sus mentores: organizamos mesas nacionalistas de negociación e inmediatamente llegan los acuerdos con los nacionalistas y aquí paz y después gloria; subimos los impuestos a los «ricos» y triunfará el reino de la justicia y la abundancia; proclamamos la España plurinacional y la proliferación de nacionalidades hará que cada mochuelo encuentre su olivo. Todo se arreglará cuando se lleve íntegramente a la práctica lo que dictan los augures.

La confianza en las ultrasoluciones parte del convencimiento de que los problemas complejos tienen soluciones sencillas. También de que las ideologías cuentan con fórmulas mágicas que lo arreglan todo. Aquí no tenemos grandes ideólogos, pero sí una fe extrema en las ideologías. Nacionalizamos la banca e inmediatamente se acaban los desahucios y cae el paro. ¿Lo contradice la experiencia histórica? Eso no cuenta.

Paul Watzlawik, que teorizó sobre el concepto de las ultrasoluciones, aseguraba que son el mejor medio para asegurarse el fracaso. Se aplica la ultrasolución a un problema e inmediatamente se convierte en irresoluble. Entre otras razones, porque genera nuevos problemas. Los problemas suelen tener más aristas que las que atisban los ideólogos. Además, imposibilitan los consensos amplios, que son necesarios para arreglar la educación, la cuestión catalana o la estructura autonómica.

Llega un Gobierno que se define como «progresista» y como el progresismo se define andando querrá mostrar su afán renovador a cualquier costo. Si, por razones aritméticas, no puede lanzarse por el camino de las ultrasoluciones, le queda el camino, más verosímil, de cubrir las apariencias. A lo mejor el truco cuela, por la índole exhibicionista de nuestra vida pública. Quizás todo desemboque en acumular discursos que demuestran la voluntad transformadora y la índole progresista. Consistiría en ruedas de prensa con anuncios de rompe y rasga, junto a medidas puntuales de aire radical.

La acumulación de parcheos para dar la impresión de dinamismo progresista tiene un inconveniente: puede crear situaciones caóticas, una mesa de diálogo aquí, un referundito allá, otra deslegitimación de un juez allá. Sin verlas venir, cabe abrir un boquete de cuidado. Si asumes los esquemas y el lenguaje del desestabilizador acabas enredado.

Sin embargo, puede contribuir al éxito de dar gato por liebre el componente emocional que se ha apoderado de la vida pública. Cabe anunciar ultrasoluciones y, aunque no hagas nada, emocionar al personal por las buenas intenciones. En esto el adelantado fue Podemos, que desde el primer momento mezcló sus propuestas con un componente emocional, «sí se puede». Siempre conmovido por «los auténticos problemas de la gente», desde sus inicios su puesta en escena tuvo una sorprendente carga sentimental. Lo suyo siempre ha sido la solidaridad emocional con los que siente próximos -y la antisintonía con los que marca como enemigos-. «No me alegra que un político esté en la cárcel» (sobre Otegi en la cárcel), «no me gusta que las presentadoras tengan que salir con pañuelo» (acerca de la televisión de Irán, que le financiaba), dichos de Pablo Iglesias, vienen a proporcionar la vara de medir de la nueva época: gusto, disgusto, alegría, tristeza, dentro de una teoría política que busca «impacto emocional». Sus lágrimas cuando se vio vicepresidente encajan bien con la tradición podemíta, pues más que un ideario luce un emocionario.

Otra cosa es que ERC (y Bildu) vigilan desde fuera y a lo mejor no les bastan los lloriqueos y quieren ultrasoluciones ya.