José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
ETA asesinó a Gregorio Ordóñez el 23 de enero de 1995, y a los 25 años del crimen el Rey recibe hoy a su viuda y a su hijo Javier, que tenía 14 meses cuando se quedó huérfano
En 1995, la organización terrorista ETA asesinó a 18 personas. A Rafael Leiva Lobo, policía nacional; a Domingo Durán Díez, policía nacional; a Mariano de Juan Santamaría, brigada de Infantería; a Margarita González Mansilla, ama de casa (sepultada bajo los cascotes de su vivienda tras la explosión de la bomba con la que la banda atentó contra José María Aznar, el 19 de abril de ese mismo año); a Eduardo López Moreno, policía nacional; a Enrique Nieto Viyella, inspector jefe de la Policía Nacional; a Jesús Rebollo García, policía municipal; a José Luis González Villanueva, ‘ertzaina’; a Ignacio Mendiluce Etxeberri, ‘ertzaina’; a Manuel Carrasco Almansa, trabajador de la Armada; a Santiago Esteban Junquer, funcionario de la Armada; a José Ramón Intriago Esteban, mecánico de la Armada; a Florentino López del Castillo, conductor mecánico de la Armada; a Félix Ramón Bailón, chapista de la Armada; a Martín Rosa Varela, chófer oficial de la Armada; a Josefina Corresa Huerta, auxiliar de clínica; a Luciano Cortizo Alonso, comandante de Artillería, y el jueves 23 de enero a las 15:30, hará también 25 años, a Gregorio Ordóñez Fenollar, presidente del Partido Popular en Guipúzcoa.
Gregorio Ordóñez cayó asesinado en el bar La Cepa, en la parte vieja de San Sebastián, mientras almorzaba con María San Gil. Sus ejecutores fueron Javier García Gaztelu y Valentín Lasarte, ambos condenados a 30 años de prisión por el crimen que perpetraron con la colaboración de Ramón Carasatorre. El líder vasco del PP no llevaba escolta y deambulaba libremente por la capital donostiarra. Un tiempo antes, un terrorista había dejado el siguiente mensaje en su contestador telefónico: “Estamos hasta los cojones de ti. ¡Fuera de Euskadi, cabrón!”. No era la primera amenaza que recibía, pero quizá sí la más explícita. No hizo caso. Pero ETA iba en serio. Unos meses antes, la banda había debatido y aprobado una nueva estrategia: ‘socializar’ el sufrimiento y atentar ya, sin más dilación, contra los dirigentes políticos de partidos no nacionalistas en el País Vasco. De hecho, Gregorio Ordóñez iba a ser el primer político en activo en ser ‘ejecutado’, después del asesinato del senador socialista Enrique Casas en 1984. Según el estudio de Florencio Domínguez, Rogelio Alonso y Marcos García Rey (‘Vidas rotas’, editorial Espasa), la banda terrorista ETA asesinó a 16 afiliados a Alianza Popular-Partido Popular, a 11 del PSOE, a siete de UCD y a dos de Unión del Pueblo Navarro, a 14 políticos relacionados con el franquismo y a 18 de adscripciones políticas varias.
Había varias razones para eliminar a Gregorio. Desde luego, la facilidad de perpetrar el crimen porque el popular se movía sin protección
El asesinato de Gregorio Ordóñez —su mujer y su hijo, con su hermana Consuelo, tuvieron que abandonar el País Vasco, no sin tener que sufrir el escarnio de la profanación de la tumba del marido, padre y hermano— no colmó el instinto asesino de ETA: su decisión fue seguir golpeando a la que entonces era la alternativa política: el PP. Hubo una filtración unas semanas después del atentado en La Cepa: Jaime Mayor Oreja dispuso de información fiable según la cual los etarras iban a atentar contra la cúpula de la organización popular. El luego ministro del Interior se puso en contacto con José María Aznar, porque llegó pensar que el presidente de su partido era el nuevo objetivo de la banda. Aznar escuchó a Mayor (“Jaime, cuídate”) y le urgió a que hablase con el ministro de Interior y Justicia —a la sazón, Juan Alberto Belloch—, convencido de que el objetivo etarra era su compañero y líder popular vasco.
El 19 de abril de 1995, ETA atentó en Madrid contra José María Aznar. Belloch había asegurado a Mayor Oreja que no había riesgos. El expresidente del Gobierno se salvó por la imprecisión de los etarras y por la previsión del secretario general del PP, Francisco Álvarez Cascos, de cambiar el vehículo del presidente popular por otro con un blindaje superior sin el que el atentado frustrado se hubiese consumado. ETA siguió a su ritmo y alcanzó e hizo cumbre vesánica en julio de 1997 con el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco pocos días después de la liberación de Ortega Lara. La ofensiva etarra contra el PP —la hubo también contra el PSOE: el próximo 23 de febrero, se cumplirán los 20 años del asesinato de Fernando Buesa y su escolta, Jorge Díez, en Vitoria, precedido por el de Fernando Múgica Herzog en 1996— inició el final de la banda terrorista. Hoy, el Rey recibe a Ana Iribar, la viuda de Ordóñez, una luchadora incansable por la memoria de su marido, a su hijo Javier, ahora ya un ingeniero de 26 años, pero un niño de 14 meses cuando su padre fue asesinado (“ETA no solo asesinó a mi padre, sino que me robó la posibilidad de tener recuerdos de una vida con él”, declaró a ‘El Diario Vasco’ en enero de 2018, su primera y única entrevista), y a su hermana Consuelo, presidenta de Covite.
Y el jueves, la fundación que lleva el nombre y apellido del que fuera presidente del PP en Guipúzcoa abrirá una exposición (‘Gregorio Ordóñez. La vida posible’), con obras de Ibarrola y Chillida, en cuya inauguración en el Palacio de Miramar en San Sebastián se darán cita desde Fernando Grande-Marlaska hasta el lendakari Urkullu, con presencia de todos los partidos y la plana mayor del PP y de José María Aznar. Este evento, que tiene vocación unitaria, es un servicio más —otro— de una víctima del terrorismo de ETA que, por su singularidad, representa a todas en su sacrificio por la democracia y por la España constitucional. Y no, Gregorio Ordóñez, compelido brutalmente a hacerlo, no se fue de Euskadi. Y lo pagó con su vida, acortando con su muerte la continuidad de la organización criminal que lo tiroteó.